Félix de Azúa. Foto: Domènec Umbert
Félix de Azúa (Barcelona, 1944), luego de publicar varios libros de poesía, lleva años enredado en esa maraña de la literatura del yo. Primero en clave de ficción, si nos remontamos a su Historia de un idiota contada por el mismo de 1986 o su Diario de un hombre humillado, que obtuvo el premio Herralde de novela. Y ese mismo impulso parece acercarlo ahora al ensayo, con su Autobiografia sin vida de 2010 y esta Autobiografía de papel, en cuya página final se promete una tercera entrega dedicada no tanto a reflejar el yo del autor desde sus relaciones con el Arte y con la Literatura sino a "explicarme a mí mismo cuál fue mi principio. Mi Génesis".
Por el momento, la presente Autobiografia, en su concisión apolínea, satisface de un modo a la vez sorpresivo y original la curiosidad del lector que se acerca al libro esperando encontrar en él lo que el título anuncia. Azúa cumple con su promesa de no ofrecernos "el discurso de un yo, sino el de un caso" (p. 19): el de un escritor español, nacido a mediados de los cuarenta, enrolado en una cuadra generacional "novísima", partícipe de los avatares, lecturas y pulsiones propias de su época, y cultivador, por este orden, de poesía, novela, ensayo y periodismo. Y todo ello "sin caer en la vida privada" (p. 163).
Efectivamente, no hay en estas páginas anécdotas vitales, aunque sí personajes reales que han estado presentes en la vida del artista adolescente, juvenil, maduro y, en definitiva, desencantado y decepcionado (¿humillado?). Alguno de ellos, como Juan Benet, es objeto de una semblanza magistral que a él mismo no le hubiese desagradado, pese a basarse en una especie de elogio paradójico. El "gran estilo" que el autor de Volverás a Región hizo suyo alienta entre sus discípulos más fieles aunque irreverentes, entre ellos Félix de Azúa. Su Autobiografía de papel es un libro escueto, pese a abarcar desde el posromanticismo hasta la posmodernidad -explicada aquí como el signo distintivo de "la cultura de la democracia total" (p. 57)- porque está escrito con una suerte de conceptismo irónico y desmitificador que se manifiesta en auténticas epifanías conceptuales, cuando no en forma de sutiles aforismos.
El "caso" del que aquí se trata es el de un joven que considera inicialmente la poesía como la forma más pura de la expresión literaria pero que luego, a modo de aprendizaje no exento de humillación, se instala en la novela y de ella llega al ensayo, para encontrar finalmente en el periodismo "el único género que exige un conocimiento superficial, pero lo más extenso posible, del mundo" (p.155). Como firme converso al "trabajo de hacer literatura en los diarios de papel" (pag. 168) se sabe individuo de una especie a extinguir. Y esta última percepción, viene a sumarse al desencanto de los otros géneros como corolario de un libro anterior, El aprendizaje de la decepción.
Semejante tono crepuscular constituye de por sí el rasgo más personal de esta Autobiografía de papel, que por lo demás habla no tanto de su autor como de la cultura de su época. La nostalgia de la literatura como palabra eminente en el tiempo se adueña, así, del breve epílogo titulado a la francesa: Adieu. Para hacerle honor al icono de lo ya ido en estas páginas brillantes convierten en metonimia, un cursi cosmopolita diría ¡chapeau! y un bohemio castizo ¡Me quito el cráneo!