En uno de sus libros tempranos, prolongado por López Aranguren, Adela Cortina (Valencia, 1947) definía la ética como una suerte de reflexión filosófica sobre la moral realmente vivida. Y así, si hablar de moral sería hablar del comportamiento humano en cuanto caracterizable como bueno o malo, tomando en consideración los códigos o principios que lo orientan, la “etica” o “filosofía moral” supondría un “segundo nivel reflexivo acerca de los juicios, códigos y acciones morales ya existentes, a los que elevaría a consciencia y, en definitiva, clarificaría. En este sentido, la ética sería algo así como una teoría filosófica de la acción humana. Una teoría que no ignoraría el carácter contingente de su objeto.
Muchos años, y muchos libros después (Ética mínima: Introducción a la filosofía práctica, 1986; Ética sin moral, 1990; Ética aplicada y democracia radical, 1993; Ética civil y religión, 2002; Justicia cordial, 2010) Adela Cortina vuelve sobre su gran tema, la ética, centrándose en su utilidad, que es, -nos dice ahora- la de nuestra propia capacidad moral, que debemos convertir en algo máximamente fecundo o rentable. Ya se sabe que la forma de la pregunta condiciona, por lo general, la respuesta... Sea como fuere, se diría que Cortina, convertida entretanto en una experta en “ética de los negocios”, nos lleva en esta última muestra de su trabajo desde las cimas del kantismo más puro y riguroso, con su tesis del primado del deber y, en consecuencia, del carácter de fruto colateral de la felicidad, en el que se formó, las covachuelas de un sutil humanitarismo.
Y si en plena “tangente ática” Aristóteles escribió que “la verdadera felicidad consiste en hacer el bien”, su heredera en el oficio Adela Cortina nos recuerda ahora que “la ética sirve para apostar por una vida feliz, por una vida buena, que integra, como un sobreentendido, las exigencias de la justicia y abre camino a la esperanza”. Y no solo eso. Porque también vendría a servir, según nuestra autora, para resolver, encauzar y enderezar otras muchas cosas, no menos importantes, hasta el punto de dar al lector la impresión de que la ética sería una especie de curalotodo mágico, tan “útil” o tan “rentable” como para suturar potencialmente todas nuestras heridas. Y así, serviría para abaratar costes, crear riqueza y enseñar a priorizar invirtiendo en lo que realmente “vale la pena”, como serviría también para intentar forjarse buen carácter, para recordar que los seres humanos necesitan ser cuidados y están, a la vez, hechos para cuidar de próximos y no tan próximos, para recordar que es más prudente cooperar que buscar el máximo beneficio individual, para ser protagonista de la propia vida y para aprender a degustar lo que es valioso.
Pero la ética sirve también, para Cortina, para “cambiar las tornas y tratar de potenciar las actitudes que hagan posible un mundo distinto”. Nada menos. Es obvio que las actitudes morales importan mucho. Tanto como lo que las hace posibles. Pero llegar a sugerir, pongamos por caso, que los innumerables casos de corrupción a que asistimos tienen su origen en desfallecimientos de la voluntad moral sería casi un sarcasmo. ¿Puede prescindirse así de las cuestiones estructurales? ¿Qué entiende la autora por un mundo distinto? ¿Cuál sería su base material? Y, ¿de qué justicia hablamos al sugerir la conveniencia de conjugar justicia y felicidad? ¿De la justicia completa o universal, de la correctora o conmutativa o de la distributiva? Particularmente inquietante resulta, por lo demás, la invocación de nuestra autora, siguiendo a Jeffrey Sachs, a la compasión de ricos y poderososy a su voluntad de ser respetuosos y honestos con los demás como “motor de cambio”.
Se diría que a la luz de esta obra no existen otros valores que los morales “puros”. Y, sin embargo, no parece prudente -ni posible- prescindir de las razones bien de anclaje remotamente religioso, debidamente depuradas, bien políticas, sociales y económicas de connotación siempre fuertemente axiológica, a la hora de habérselas con estas exigencias. Como tampoco parece conveniente ignorar las causas reales de nuestros antagonismos constitutivos, ni menos aún de las de esa variante especialmente dolorosa del mal moral que es el mal social, un mal que no se reduce al estado de “humillación” al que tantos se ven hoy condenados. ¿Puede prescindirse del mal en una obra de ética?
En la denuncia de las raíces morales de la actual crisis y de cuanto lo ha hecho posible -en el plano ético, claro es-, así como en la defensa de los valores del ciudadano activo y de una democracia “verdadera” esta obra alcanza, sin duda, su momento culminante. Con un matiz: ¿por qué no más atención a la responsabilidad legal? Algunos lectores no podrán menos de pensar que Cortina ha trazado las líneas maestras de un intento -uno más, y van muchos- de recomponer un alma moral a este mundo desalmado sin tocar sus fundamentos materiales.