Eugenio Trías
La afición de Eugenio Trías (1942-2013) por el cine era conocida desde hace décadas, no en balde ya incluyó en Lo bello y lo siniestro (1981) una amplia reflexión sobre Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), ampliada y reformada en ese magnífico libro que es Vértigo y pasión (1998). Empleo deliberadamente la palabra "afición", sin temor al desdoro, porque, en efecto, Trías fue desde niño y hasta su último suspiro un gran aficionado al cine. No estamos ante un intelectual que olisquea las películas para encontrar en ellas un botín de pensamiento o para interpretarlas o reinterpretarlas con el fin de dotarlas de una nueva dimensión o de acercarlas a su redil filosófico. Como era de esperar, Trías hará esa tarea propia de su oficio, pero sin perder jamás su condición primigenia de gran aficionado, de cinéfilo (sin cursis mitomanías) apasionado, de espectador dispuesto, por encima de todo, a disfrutar. Y cuando escriba de cine buscará compartir su placentera experiencia de espectador, y ése es uno de los grandes valores y atractivos del libro aquí comentado.Para su confesión y recuento biográficosTrías eligió significativamente, en 2003, el título de El árbol de la vida, título en castellano de Raintree Country (Edward Dmytryk, 1957), una muy querida película para él, y estableció entonces una ecuación entre el sentido de ese árbol evocado en el Génesis y el sentido de la vida y de su vida: la búsqueda de la Grandeza, el Amor y la Felicidad, que ya se satisface, en buena medida, con el mero itinerario, con el intento serio de acceder a ese árbol y a sus frutos. El cine, sugería entonces, también propone la conquista de ese árbol de la vida. Las memorias de Trías se abrían, sin dilación, con un capítulo titulado "Tres pasiones", en el que testimoniaba su temprano interés por la filosofía, la música y el cine, ese cine visto y revisto desde niño y adolescente, en solitario o en compañía familiar o amistosa, en las salas de barrio y en programas a menudo dobles, películas de los géneros más populares y diversos que fundamentaron su afición, como vuelve a recordar en su prólogo a De cine. Aventuras y extravíos (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).
Este libro, muy tristemente póstumo, cierra con brillantez el triángulo de sus intereses primordiales. La dedicación de Trías a la filosofía se ha saldado con más de treinta obras. A la música le dedicó dos libros extraordinarios, El canto de las sirenas (2007) y La imaginación sonora (2010), y le quedaba llegar al vértice de su personal polígono completando contundentemente su tercer segmento, el cine, bien entendido que por las líneas de ese triángulo fluyen, como también ahora puede comprobarse, líquidos nutrientes comunes.
De cine, digámoslo ya, se centra en las figuras y películas de ocho grandes cineastas, que, por orden de aparición en sus páginas, son: Fritz Lang, Alfred Hitchcock -¡cómo no!-, Stanley Kubrick, Orson Welles, Francis F. Coppola, Andréi Tarkovski, Ingmar Bergman y David Lynch. En el citado prólogo, Trías explica que, desde la subjetividad de sus gustos, la selección establece un canon personal. Y añade: "Deseo y espero que el lector goce de lo que hay, sin deplorar lo que no hay".
¡Pues claro! Claro que el lector goza con lo que hay y, admitida la explicación, sólo puede deplorar que Eugenio Trías no haya tenido tiempo para terminar los textos que tenía planteados o avanzados sobre directores como Billy Wilder, Jean Renoir, Frank Capra, Yasujiro Ozu, Joseph L. Mankiewicz, Luis Buñuel, Kenji Mizogouchi y, entre otros, Antonioni. ¡Qué pena! ¿Ninguno de esos textos está en condiciones de ser publicado de forma autónoma? ¡Qué curiosidad ante la mirada de Trías hacia Wilder o Capra, tan distintos entre sí y, a mi juicio, tan distantes de la personalidad del filósofo! ¡Y qué ganas -y qué necesidad-- de leer un ensayo largo de Trías sobre Buñuel!
Se ha consolidado, como no podía ser de otro modo, la idea de que Eugenio Trías fue un gran escritor. La riqueza de su extensa formación cultural, la precisión a la que le obligaba su oficio de filósofo y el denso bagaje de su experiencia personal desembocaban en una prosa coloreada, clara y sugerente, muy propensa, además, a la narratividad. Eso es lo primero que se advierte en De cine, que es un libro de gran escritor y que, por consiguiente, la textura de su texto -por así decirlo- proporciona un gran placer al lector al primer contacto.
Además, y arriesgando ser obvio en el anterior diagnóstico, debe decirse que el método elegido por Trías para esclarecer y glosar las películas que contempla no es otro que el de recrear literariamente -y surge el escritor- su argumento, sus secuencias y escenas más reveladoras. Con tal procedimiento, Trías ahonda y discierne en una, al menos, triple dimensión: la acotación y revelación de la sustancia de esas películas, entendiendo aquí por tal -y surge el filósofo- la puesta en claro de lo que tales películas dicen de la condición humana en su lado ontológico inmanente y de su proyección accidental en el tiempo, en la Historia, en el ámbito social y en el incidental devenir psicológico y espiritual; la explicitación -y surge el cinéfilo- de sus virtudes específicamente cinematográficas, pues el "aficionado" Trías se había dotado, como analítico espectador asiduo, de un conocimiento y de un aparato crítico y expositivo de primer orden para comprender y valorar el lenguaje del cine, la puesta en escena; y, por último -siempre hay más en Trías-, la conexión del cine con otras artes -y surge el hombre culto y sabio-, particularmente con su querida música y también con la literatura y la pintura.
El resultado de todas esas angulaciones, aproximaciones e interconexiones, de toda esa transversalidad y acopio de bases y referentes múltiples para analizar y poner ante el lector el objeto de la observación y su exégesis es deslumbrante. Difícil elegir, pero, por morder carne concreta y activar las salivales del lector de esta reseña, sólo puedo calificar como inolvidables -y me quedo nada más que con una película por director estudiado- las largas páginas dedicadas a Metrópolis (Lang, 1926), Rebeca (Hitchcock, 1940), El resplandor (Kubrick, 1980), El cuarto mandamiento (Welles, 1942), Apocalypse Now (Coppola, 1979), Nostalgia (Tarkovski, 1983), De la vida de las marionetas (Bergman, 1980) e Inland Empire (Lynch, 2006).
Eugenio Trías logra otorgar una nueva luz a la esencia del cine de los ocho grandes cineastas que estudia, zigzagueando a su antojo por su carrera, prescindiendo de títulos que no se le avienen y, en no pocas ocasiones, haciendo tajantes sugerencias innovadoras, como, por ejemplo, cuando insiste en señalar el amor como la médula del cine de Alfred Hitchcock. Al mismo tiempo, no sólo no oculta, sino que pone en juego, a veces como lentes de aumento, sus propias obsesiones y preocupaciones: la ciudad, el onirismo, la sombra, la bondad, lo siniestro, el deseo, el abismo, el mundo aparte y fronterizo… En tal dialéctica, tal vez sea el capítulo dedicado a Ingmar Bergman el más decepcionante, dadas sus objetivas posibilidades.
A lamentar, la ausencia de un índice de nombres y títulos citados y, por supuesto, de escogidas fotografías.