David Foster Wallace. Foto: Steve Rhodes

Traducción de Javier Calvo. Mondadori. 304 pp. 18'90 €. Ebook: 11'39 €.

Esta reseña incluye también la del libro

Todas las historias de amor son historias de fantasmas. D:T: Max Traducción de María Serrano. Debate. 23'90 €. Ebook: 12'34 €.

Algunos, al saber que Roger Federer y Rafael Nadal coincidieron en la misma pista con David Foster Wallace (Ithaca, 1962-Claremont, 2008), aunque fuera desde la distancia clásica que media entre el espectáculo y el espectador, estamos más dispuestos que antes a considerarlos interesantes; pero seguimos teniendo claro quién es el importante del trío. Wallace fue, por cierto, lo más parecido a un ídolo deportivo que ha dado el circuito de la ‘literatura seria' en mucho tiempo; y eso no es culpa suya, sino de una dinámica de mercado que, al menos en el caso que nos ocupa, incomodaba tanto como halagaba al autor. En todo caso, he ahí una estrella más o menos mitificada, leída y admirada sincera u ornamentalmente por muchos. Ahora acaban de publicarse en nuestro país su último libro de no-ficción y la comentadísima biografía que le ha dedicado el periodista D. T. Max.



La primera vez que la leí, me decepcionó, cosa que mencioné en su momento en estas mismas páginas. Ahora, revisada en la eficaz traducción de María Serrano, Todas las historias de amor son historias de fantasmas (un título que merece calificativos inmunes al cinismo como ‘precioso', y que debemos al propio Wallace) me obliga a rectificar un poco mi opinión: el trabajo de Max es demasiado riguroso y honesto como para no estarle agradecido. Los vínculos que establece entre la obra de DFW y su vida son sensatos, sin sentimentalismo ni mitificación. Porque ese era el mayor peligro: si escribir una biografía es erigir una estatua, conviene al menos que no sea una estatua ecuestre. Aquí el material no está manipulado ni babeado: la familia, los amigos (Franzen, DeLillo...), las mujeres, el ego y el intento de abatirlo, las conexiones neuronales a velocidad absurda, la depresión y el Nardil, el éxito y las seis horas de televisión diarias, Alcohólicos anónimos... Se agradece que abunden fragmentos de cartas inéditas o conversaciones, porque el libro se contagia de la cafeínica voz de Wallace hasta arrancarnos las habituales risas y genuflexiones. Por lo demás, era importante comprobar si Max convertía el suicidio en un expendedor de pomposas implicaciones literarias o en la consecuencia de un problema de salud grave: el biógrafo lucha con la tentación, porque eso lo intuimos, pero se decide por la honestidad. Ahí siguen, eso sí, dos de los aspectos que provocaron mi primera decepción: las costuras que se aprecian cuando Max incorpora fuentes diversas, y la sensación de que su libro, en lo esencial, es más la perfecta síntesis de lo que ya sabíamos que un salto adelante.



En cuerpo y en lo otro, por su parte, vuelve a demostrar que Javier Calvo es el traductor perfecto para DFW. El libro, como traduciría Calvo lo que diría Wallace, mola. Incluye dos crónicas tenísticas increíblemente ágiles y reveladoras, un artículo tronchante sobre Terminator 2 (a la que tal vez, ejem, infravalora, aunque al mismo tiempo todo lo que dice es exacto) y afirmaciones como que la literatura de Pynchon "ha hecho por la paranoia lo que hizo Sacher-Masoch por los látigos". Sus obsesiones lógica, gramatical y léxica se hacen presentes en forma y fondo, así como su cultura: hasta se sentía en condiciones de citar a Góngora. Aquí encontramos también su ensayo sobre La amante de Wittgenstein, imprescindible para entenderle a él. Sin embargo, aunque interesa casi siempre y no voy a estropear la fiesta, creo que En cuerpo y en lo otro no es un libro tan importante: lo más significativo que dice aquí se refiere a su generación literaria ("somos los herederos de un cuchillo que presenta una vulnerabilidad sin precedentes a su propio filo"), y más o menos ya se lo conocíamos. Su incontinencia verbal y paratextual vuelve a provocar momentos de gran comicidad: Wallace necesitaba expandirse, depredar papel. Yo iba a decirles, para hacerme el ocurrente, que el volumen sólo me aburre cuando los artículos no pasan de la página y media, como su comentario sobre Don Cogito de Zbigniew Herbert; pero no es del todo cierto: en esas páginas, quien se aburre es el autor. En todo caso, ¿podemos hablar claro acerca de En cuerpo y en lo otro? Sabemos quiénes lo leeremos, y cuánto lo disfrutaremos.