Alianza, 2013. 376 páginas, 22 euros

La ciudad como forma de asentamiento se remonta al desarrollo de la cultura. El estudio académico de su papel civilizatorio es, sin embargo, relativamente reciente si descartamos la literatura utópica de Platón, Moro o Skinner. Con algunas excepciones como el insoslayable Life and Labour of the People in London (1889-1891) de Charles Booth, los primeros análisis sociológicos de la vida urbana se deben, a comienzos del siglo XX, a Geddes, Sombart, Weber o Simmel. Tras la II Guerra Mundial el espectacular aumento de la población urbana provocó problemas políticos, sociales y financieros que han dado lugar a numerosas investigaciones y a una copiosa producción bibliográfica.



En este ámbito de preocupación por el crecimiento de las ciudades se inscribe la obra y la vida de Jordi Borja (Barcelona 1941). Empujado por el franquismo huye a París y estudia sociología urbana. De vuelta a Barcelona trabaja en el ayuntamiento. Profesor universitario, director de un consulting, militante destacado en el PSUC y en el PCE, es autor de numerosos libros en torno a la gestión política del urbanismo y a la participación ciudadana.



En siete capítulos hilados pero con autonomía propia, Borja coloca al lector ante los efectos de una globalización de corte neoliberal que propone un modelo de desarrollo urbano en el que la segregación social tiende a aumentar y a producir un creciente malestar. Movimientos como el 15-M o el antidesahucios serían exponentes de una tensión que podría englobarse en la idea de 'revolución urbana'. El término revolución urbana no hay que entenderlo como una primera derivada de la globalización en el territorio urbano, sino como algo enmarcado en la transformación política, tecnológica, social, económica y cultural que ha supuesto el cambio global tal como se está produciendo en los inicios del siglo XXI. Tanto el concepto de revolución urbana como el de 'derecho a la ciudad' se corresponden con los títulos de dos libros publicados en los 60 por Henry Lefebvre que ahora se han puesto de moda.



En realidad, la línea que va desde Lefebvre, Castells o Gaviria hasta Borja contempla la ciudad como el espacio de la 'cultura democrática' por excelencia. Un espacio denso que evite lo que el autor teme como consecuencia de la globalización: una deriva hacia la fragmentación de la ciudad y su disolución en un territorio y en un modo de vida en los que la ciudadanía no pueda ejercerse al no tener un espacio público en el que pueda existir participación política. Se cierra esta compleja visión subrayando la necesidad de la ciudad compacta y heterogénea como escenario de libertad y democracia.