Robert Louis Stevenson
Para quienes gustamos de las obras en que los escritores reflexionan sobre la propia literatura, este libro de Robert Louis Stevenson (Edimburgo,1850 -Samoa,1894) constituye un auténtico regalo. Recoge una veintena de ensayos, semblanzas de literatos y confesiones autobiográficas del autor, publicados casi exclusivamente en revistas literarias como Scribner's Magazine o Fortnightly Review entre 1874 y el año de su muerte (1894). Su contenido resulta, así, misceláneo, agrupado en tres secciones bajo los rubros de "La escritura", "Los libros" y "Los escritores", pero subyacen, a modo de líneas de fuerza a lo largo de sus páginas, aparte del testimonio personal, el planteamiento teórico de las grandes cuestiones que afectan a la creación literaria y el ejercicio de una crítica fundamentada en la impresión y en la valoración de la obra de los otros por parte de quien se dedica también al exigente arte de la palabra, y posee una concepción muy clara de la ética de su oficio.Stevenson se manifiesta aquí como un gran lector, pero también como un perspicaz crítico y un escritor sumamente reflexivo, lo que no dejará de sorprender a quienes tengan de él la imagen de un novelista popular, especializado en lo que él mismo denomina "novela de aventuras", la que "apela a las tendencias más sensuales e irracionales del hombre" frente a los tipos más exigentes de la "novela de personajes" y la "novela dramática" (p. 168).
En realidad, el autor de La isla del tesoro se inserta en una tradición autóctona perfectamente definida, que nos remite, por caso, a teóricos ingleses del XVIII como Clara Reeve y Samuel Taylor Coleridge, a los que, sin embargo, no menciona. De la primera vendría la distinción entre romance y novela: entre el relato en prosa de acontecimientos peregrinos, exóticos y rayanos en lo increíble y la novela naturalista. En sus "Apuntes sobre el realismo" de 1883 aquí recogidos muestra su desapego hacia la "tendencia del detalle extremo" (p. 66) propia de la escuela francesa, defendiendo que una novela bien formada logrará provocar la ilusión de realidad que todo lector demanda y encuentra también en "novelas románticas" como las de Victor Hugo. Pero el romance se diferencia también de la novela realista por su énfasis estilístico, asunto al que Stevenson dedica otro de los ensayos más logrados de esta compilación, en donde parte implícitamente de aquella definición minimalista que el lakista hiciera de la poesía ("the best words in the best order") para reivindicar que la prosa novelística también debe tener su ritmo y ha de acertar en cada caso "en la elección de la nota esencial y de la palabra exacta" (p. 102).
Junto a lo que de testimonio de época encontramos aquí, hay significativos aspectos de rara actualidad. Stevenson se codearía, así, en este terreno con colegas suyos como Naipaul, Pamuk, Eco, Nélida Piñón, Oz o, sobre todo, Vargas Llosa, al que precede en la devoción por Hugo y en sutil proselitismo sugerido por su "Carta a un joven caballero que se propone dedicarse al arte". Hay algo más en este apartado de las afinidades electivas entre ambos: la acuñación de brillantes expresiones para describir los pilares de la creación novelística, como "el divino estenógrafo" que el peruano utiliza para referirse al narrador omnímodo y autor implícito en el texto, o la definición del personaje como "marioneta verbal" que hace el escocés.
Plantea Stevenson la cuestión del dinero como recompensa y objetivo del novelista. Su desapego monetario ("aquí el verdadero salario es el trabajo en sí", p. 98) tiene algo que ver, probablemente, con su pertenencia a una familia de ingenieros y constructores de faros, pero redunda en su convicción de que la novela debe ser "alta literatura", comprometida con la belleza, el deleite pero también la dignificación intelectual y moral de sus lectores, "valiente tradición" que nunca debería ser degradada por "fabricantes de libros hambrientos" (p. 53).
Mención aparte merecen sus ensayos sobre escritores. El muy extenso y magnífico sobre su compatriota escocés, el "poeta arador" y "don Juan imperfecto" Robert Burns nace de la empatía que Stevenson propone como imprescindible para "escribir con autoridad sobre otro hombre". En otros casos, sin embargo, el autor reseñado no se libra de su escalpelo, como ocurre con el propio Whitman o Thoreau. Otro de los atractivos de este magnífico libro es la atención que Stevenson presta a estos dos escritores norteamericanos, a los que hay que sumar a Poe. Del bardo de Paumanok destaca su "intenso americanismo", su condición de "teórico de la sociedad antes de ser poeta", y del segundo "el éxito del yanquismo trascendental".