Malala Yousafzai

Trad. Julia Fernández. Alianza, 2013. 376 pp., 18 e. Ebook: 12'33 e.

¿Quién no conoce hoy a Malala Yousafzai? Con 16 años acaba de ganar el premio Sajarov, ha sido nominada para el Nobel de la Paz 2013, ha sido aclamada en la Asamblea General de la ONU y en el Parlamento Europeo, se ha reunido con los presidentes y los primeros ministros más poderosos del mundo. Con 11 años ya escribía un blog en urdu con pseudónimo en la BBC y ha sido entrevistada por los medios de comunicación más influyentes.



La naturalidad y la madurez con la que se expresa pueden hacer pensar a los neófitos e ignorantes en otra historia virtual apañada, con un fondo dramático -el atentado al que sobrevivió el 9 de octubre de 2012 en su pueblo del valle pakistaní de Swat- y en una máquina publicitaria que ha encontrado en ella un filón. Cristina Lamb, una de las periodistas internacionales más destacadas, corresponsal durante muchos años en Afganistán y Pakistán, despeja cualquier duda. La historia de Malala no tiene nada de virtual. Es la historia de una familia musulmana, swati, pashtún y pakistaní de la tribu Yousafzai, con raíces en Kandahar, de clase media, dirigida por un maestro que, desafiando a militares y talibanes, prejuicios y tabúes muy arraigados, a base de sacrificio y valor, logra levantar en la ciudad de Mingora, capital del Swat, uno de los centros de enseñanza, el Khushal, más libres de su región. "Yo jugaba en el pasillo de la escuela", recuerda Malala. "Me cuenta mi padre que, antes de andar, entraba gateando en las clases y me ponía a hablar como si fuera la maestra. Se puede decir que crecí en una escuela". La escuela era su mundo y el mundo era la escuela hasta el 11-S.



Los Estados Unidos destruyeron el régimen afgano y decenas de miles de talibán (criatura y marioneta de los servicios secretos pakistaníes) y de militantes de Al Qaeda, sus protegidos, se refugiaron en las provincias vecinas de Pakistán. Allí, con la complicidad y/o la pasividad del Gobierno y del Ejército pakistaníes, empezaron a construir un sistema talibán calcado del afgano con tribunales sumarísimos, la imposición violenta de la sharía, la prohibición de la educación para las niñas, la quema y el saqueo de escuelas y la eliminación de todo el que se resistiera. "Yo tenía diez años cuando los talibán llegaron a nuestro valle, por la noche, igual que los vampiros. Aparecieron en grupos, armados con cuchillos y kalashnikovs. Eran hombres de aspecto extraño, con barbas y pelo largo y enmarañado, y chalecos de camuflaje como el shalvar kamiz, con los pantalones enrollados por encima de los tobillos...".



En 2002, un hombre de 28 años, Fazlullah, operador de la telesilla que cruza el río Swat y yerno de uno de los maulanas y directores de madrasas más radicales, se hace con el control del movimiento talibán local y, desde un emisora de radio, populariza la versión más radical del islam. Con propaganda, ayuda humanitaria, asesinatos cada vez menos selectivos, Fazlullah y sus milicias aprovechan el vacío de poder en Pakistán, los excesos de los militares y predadores estadounidenses y, sobre todo, el terremoto de 2005 para imponer un régimen paralelo en el Swat.



Cuando en 2011, muerto Bin Laden, el Ejército reacciona, ya es tarde. Más de mil soldados y policías habían sido asesinados, centenares de escuelas destruidas y la mitad de la población se había visto obligada a buscar refugio. Las amenazas contra la familia de Malala se multiplicaron a medida que su padre y la joven intensificaban sus críticas a los talibanes y los militares en los medios nacionales e internacionales (pp. 136, 229 y 244), convirtiéndose en blancos predilectos de unos y de otros. Algunos generales pakistaníes piadosos y un equipo médico de Birmingham salvaron a Malala para que pudiera seguir, siempre de la mano de su padre, predicando educación y libertad contra la ignorancia y la violencia, y respondiendo con la palabra, a las balas de sus asesinos.