Milicianos en Madrid en 1936

Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. La Esfera de los libros. Madrid, 2014. 376 páginas, 23,90 euros.

Gabriele Ranzato (Roma, 1942) publicó en 2006 una obra sobre la España de los años treinta (El eclipse de la democracia: la guerra civil española y sus orígenes, Siglo XXI) que en mi opinión no ha despertado en nuestro país el interés que se merece. Vuelve ahora al tema con otro libro, El gran miedo de 1936, en el que se centra en el período cuya interpretación resulta hoy más polémica, el que transcurrió entre la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936 y el inicio de la guerra en julio.



Su tesis fundamental es que la guerra civil no surgió sólo porque un sector del ejército quiso dar un golpe de Estado favorable a los intereses de la minoría privilegiada, sino porque amplias capas sociales se sentían amenazadas por una revolución radicalmente contraria a la propiedad privada y a la libertad religiosa de los católicos. Ello a su vez era el resultado de la falta de un amplio consenso acerca de la necesidad de consolidar una democracia que pudiera dar cabida a las distintas sensibilidades políticas, sociales y religiosas existentes en el país. Las clases medias y los católicos de toda condición llegaron a creer inminente la revolución, debido a su experiencia cotidiana de un progresivo colapso del orden. Lo cual no preocupaba a los socialistas que seguían a Francisco Largo Caballero, quienes estaban convencidos de que el proletariado era imbatible y que ni siquiera un golpe de Estado derechista podría frenar su avance. Por ello esperaban con calma el previsible fracaso del gobierno republicano de izquierda, que gobernaba con su apoyo, para sustituirlo en el poder y aplicar el programa máximo socialista. Más lúcido, el otro gran líder socialista, Indalecio Prieto, advirtió en un famoso discurso que las continuas alteraciones del orden público, lejos de preparar el triunfo de la revolución, estaban creando el clima apropiado para que las clases medias atemorizadas vieran su salvación en el fascismo.



Sin embargo el jefe del gobierno, Santiago Casares Quiroga, se obstinaba en suponer que la única amenaza para la democracia venía de la derecha, aunque a la vez se mostraba incapaz de frenar la conspiración que se fraguaba en los cuarteles. Los atentados cometidos por Falange contribuyeron sin duda al deterioro de la convivencia, pero según Ranzato no constituían por sí mismos una amenaza capaz de desestabilizar a la República.



Mucho más peligroso fue el temor generalizado a una revolución social que se difundió entre muchos sectores y les dispuso a favorecer un golpe militar. Cuando el 13 de julio fue asesinado José Calvo Sotelo, los preparativos para el alzamiento militar, que aquél apoyaba, habían ido ya demasiado lejos, pero incluso entonces fue incapaz el gobierno de realizar un gesto que demostrara su firme voluntad de garantizar los derechos de todos los españoles que la Constitución de 1931 consagraba.