Tony Judt. Foto: Miguel Rajmil

Traducción de Juan Ramón Azaola

Más que un historiador, Tony Judt (Londres, 1948-Nueva York, 2010), ha desempeñado el papel de ensayista influyente e intelectual comprometido en esta revolucionaria era de internet en la que tan difícil resulta ejercer esos roles. Sus obras, desde Pasado imperfecto a Pensar el siglo XX, pasando por ¿Una gran ilusión?, Algo va mal y Postguerra -por citar solo las más representativas-, han gozado de una calurosa acogida no solo entre sus colegas y la crítica especializada sino entre el público en general, por su capacidad para diseccionar con rigor y claridad la complejidad del mundo contemporáneo. Cualquiera que haya leído algunas de las obras anteriores, sabe que los intelectuales y la Francia del siglo XX han sido dos de sus temas recurrentes. Ambos aparecen nuevamente en este breve y peculiar ensayo.



La peculiaridad -que, en cualquier caso, no extrañará al que conozca la obra de Judt- viene dada por el singular punto de partida, una crítica descarnada de la vida pública francesa entre 1918 y 1975, "formada y deformada por tres formas de irresponsabilidad colectiva e individual que se superponían y se cruzaban": política, moral e intelectual. En ese marco de mediocridad y cobardía destacan las figuras de tres hombres que se atrevieron a enfrentarse a sus coetáneos: Leon Blum, el "profeta desdeñado"; Albert Camus, el "moralista reticente" y Raymond Aron, el "insider periférico". Tres hombres muy distintos pero con una cualidad en común, la de ser profundamente incómodos para sus conciudadanos.



Los tres, escribe Judt, aunque teóricamente integrados en el ambiente cultural del momento, "estaban a menudo en desacuerdo con su tiempo y su lugar". Eran por tanto hasta cierto punto outsiders, por emplear la conceptuación del autor. Y lo que les hermana, más allá de sus ostensibles diferencias, es su "compartida cualidad de valentía moral", su disposición para tomar partido no contra sus teóricos oponentes sino contra su propio bando. Alzaron la voz frente al conformismo político e intelectual, desafiaron el yugo de lo establecido, pagando por ello un alto precio: la soledad, la descalificación, el desprecio incluso. En este sentido, la cita de Camus con la que se abre el volumen sería de aplicación estricta a los tres: "Si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, yo estaría en él". Y, como coda, no sería menos aplicable la reflexión de Aron: no se trata de elegir el bien frente al mal, sino lo preferible a lo detestable.



Todos ellos en mayor o menor medida cometieron errores. Pero supieron reconocerlos, a menudo con un gran desgaste personal, en ocasiones con riesgo y casi siempre a costa de concitar una profunda incomprensión. Era el precio de ir a contracorriente. Blum, decía Gide, nunca está seguro, siempre está indagando: demasiada inteligencia y poco carácter. Camus se enfrentaba al establishment intelectual con osadía: "¿No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores?" El inconformismo de Aron despertó una hostilidad indisimulada en el estamento académico e intelectual durante tres décadas. Los tres fueron anticomunistas pero, como subraya Judt, fue el modo en que lo fueron lo que les hace útiles "para la mejor comprensión del país y de su tiempo".



No es casual que el libro esté dedicado a François Furet, porque el gran historiador francés no solo admiraba a esos tres hombres, sino que él mismo fue tratado -según Judt- de un modo no muy distinto a ellos. A su vez, el referente lejano de todos los citados sería otro gran pensador francés, Alexis de Tocqueville. Se dibuja así una línea de grandes intelectuales que, por su capacidad para desafiar las ideas y convenciones del momento que les toca vivir, brillan con luz propia, pero sufren también el resentimiento de sus próximos, son vilipendiados y, en fin, dado el servilismo imperante, no logran crear escuela: no hay escuela Furet de historia francesa, como no la hay Blum de socialismo, Camus de ética o Aron de sociología. Estos tres hombres, sostiene Judt, solo eran fieles a sus convicciones. Esa es en definitiva la razón por la que, con el tiempo, han llegado a simbolizar "lo mejor de Francia".