Gaziel. Foto: Archivo.
La feliz recuperación editorial de la obra periodística que dejó Agustí Calvet "Gaziel" (Gerona,1887-Barcelona, 1964) nos persuade de incorporarlo de pleno derecho al panteón de los inmortales del oficio a la vera de Camba, Chaves Nogales o Pla, quien confesó la influencia que sobre su vocación y estilo ejerció el primero de los libros que reseñamos aquí. Al estudiante Calvet, 26 años, doctor en Filosofía y promesa del noucentisme -movimiento pródigo en talentos de un moderado catalanismo, sensibilidad clásica y exquisita cultura- la Gran Guerra le pilla en París ampliando estudios en una pensión balzaquiana y cosmopolita, cuyo pathos microcósmico funciona como reflejo fidelísimo del desconcierto mundial. Sin propósito definido pero consciente de la gravedad histórica tanto como de su don excepcional para la observación, el futuro periodista Gaziel comienza a registrar en un cuaderno íntimo la primera reacción del pueblo parisino a la declaración de guerra: su vertiginoso paso de la incertidumbre al miedo, de la hospitalidad a la xenofobia, del pacifismo sincero al heroísmo marcial, del rancio clasismo a la emocionante solidaridad frente al enemigo prusiano común que avanza salvajemente hacia París. Todo ello sostenido escrupulosamente por hechos que no necesitan de la cercanía al frente para condensar una dramática elocuencia.El Diario abarca solo el primer mes de guerra, aquel agosto del 14, pero por su intensidad narrativa, por su capacidad nabokoviana para el detalle, por la grandeza ética de su tono humanista, por el fraseo pulcro y rico de su prosa, por todo esto aquel inopinado debut constituyó no solo la obra maestra de su autor sino también uno de los grandes libros de la historia del periodismo español. El entonces director de La Vanguardia, Miquel dels Sants Oliver, demostró buen ojo cuando el estudiante se repatrió a Barcelona y le mostró aquellas notas; Oliver le pidió que las reelaborara para su publicación por entregas en el periódico y el éxito fue fulminante, decidiendo para los restos la vocación de Calvet, que iba más bien para otro Eugenio d'Ors. Lo cual prueba una vez más que el gran periodismo no requiere tanto una titulación como una mirada y un estilo.
La escritura de Gaziel es un venero de seny mediterráneo -de sentimiento inequívocamente español, por cierto- que reivindica la racionalidad y el orden siempre amenazados por la fragilidad de "esta capa tan tenue, convencional y quebradiza que llamamos civilización cristiana". Conmueve su diario de guerra porque, sin llegar a la visceralidad de una Anna Frank, cada entrada combina el rigor del intelectual, capaz de cuestionar por ejemplo la propaganda triunfalista de la prensa francesa, con una estampa moral de hidalgo, llevándonos del franco humor a la tragedia pasando siempre por la piedad, erigida en alegato contra la locura fratricida de Europa. Gaziel no fabula jamás, y busca fuentes directas o indirectas con intrepidez, pero asimismo selecciona muy bien lo que quiere contar, calibra la potencia simbólica de la anécdota adecuadamente presentada y tampoco se priva de la conjetura política, la nota lírica o la reflexión filosófica; eso es lo que le convierte en un gigante de la crónica personal.
Un año después le encontramos viajando de París a Monastir (Serbia) como corresponsal de guerra de La Vanguardia. Este segundo libro, sin la (engañosa) espontaneidad del primero, es otra cumbre en su género al que aporta además notables dosis de coraje y aventurerismo. Podríamos llamarlo literatura fáctica, porque periodismo se queda corto y porque las caravanas dantescas de refugiados balcánicos con las que Gaziel se mezcla penosamente no fueron por desgracia ficcionales. Este soberbio reportaje no se había reeditado desde que apareció en 1917 y se compone de 36 estaciones que participan lo mismo de la bitácora de viaje que de la anotación costumbrista o sociológica a lo Camba, y no rompe en crónica bélica hasta su patético final en los Balcanes. Hay una sabia artesanía: una pauta novelesca y una depuración de estilo, algo más retórico que el de Pla ("pléyade ninfea y emoliente" llega a llamar al desembarco de prostitutas en Salónica, donde se acantonó la tropa aliada) pero siempre implacablemente precisa, de una finura neoclásica y una plasticidad casi tridimensional.
"Hablar en público como si lo hiciese ante mi conciencia". He ahí el alto lema profesional de Gaziel, y he ahí la causa de la degeneración contemporánea del oficio.