Michel Ignatieff. Foto: Antonio Heredia
En España pocos dudarán de la necesidad de una renovación del personal político, de que los partidos, antiguos o nuevos, atraigan a hombres y mujeres preparados, competentes y honestos. Al mismo tiempo casi todos nos complacemos en denigrar la política como una profesión indigna, a la que sólo se dedican arribistas sin escrúpulos, pero esto no sólo representa una generalización abusiva, sino que genera un fatalismo que difícilmente puede contribuir a su regeneración. ¿Para qué vamos entrar en política si se trata de un ámbito irremediablemente podrido?En este contexto vale la pena leer el último libro de Michael Ignatieff, un brillante intelectual canadiense, autor de varios libros importantes traducidos al español, como El honor del guerrero (Taurus, 1999) y El mal menor (Taurus, 2005), que ha tenido una carrera política tan breve como frustrante. Entró en política en 2005, llamado por quienes deseaban renovar el Partido Liberal, el gran partido canadiense de centro, que por entonces atravesaba una etapa difícil, se convirtió en su presidente en 2008 y lo condujo a una aplastante derrota electoral en 2011, en la que perdió incluso su propio escaño.
Fuego y cenizas es el libro en que reflexiona sobre esa experiencia, a partir de la cual generaliza acerca de la grandeza de la política democrática y de las miserias que la acompañan. Hay tanto que no funciona en la política de nuestros días, escribe Ignatieff, que es fácil olvidarse del vigor del ideal democrático, que implica la fe en la capacidad de los hombres y mujeres corrientes para elegir a gentes que gobiernen en su nombre con justicia y compasión.
Dado su pronto fracaso, que le obligó a retornar al mundo académico, cabría suponer que Ignatieff hubiera desarrollado una cierta aversión hacia la política partidista y mucho de lo que cuenta acerca de su funcionamiento, incluso en la civilizada Canadá, confirmará a más de un lector en su convencimiento de que lo acertado es mantenerse al margen. Pero a su vez recuerda algo que muchos españoles parecen olvidar hoy: los partidos políticos cumplen una función indispensable. Toda sociedad, la canadiense como la española, se descompone en una gran cantidad de grupos con intereses y propósitos dispares, de tal manera que los objetivos comunes no se formulan espontáneamente y los partidos representan el instrumento a través del cual es posible que gentes diversas puedan trabajar por una causa común. Un programa de gobierno no surge de la mera suma de demandas sociales, que llevaría a imposibles como aumentar el gasto público y a la vez reducir los impuestos, sino que exige un intrincado juego de negociaciones a través de las cuales se pueden establecer prioridades.Hay que saber modificar las posiciones, pero si se olvidan los principios se cae en la mediocridad
La manera en que ello se hace no suele resultar modélica. Puesto que sin ganar las elecciones no hay posibilidad de gobernar, es fácil que toda posibilidad de diálogo abierto, de confrontación sincera de programas, de búsqueda de consenso entre los partidos quede excluida, en favor de la insinceridad, la vaguedad programática y la concentración de todos los esfuerzos en denigrar al contrario. El resultado es que el debate parlamentario y en especial el turno de preguntas al gobierno, que sin embargo es esencial para el control democrático del poder, degenere en Canadá como en España en un fútil intercambio de descalificaciones que asquea al ciudadano. Pero si se llega al consenso en un punto importante, es posible verse acusado de abandono de los principios.
La política, como aprendió Ignatieff a sus expensas, es una profesión dura. La dedicación es continua, el ámbito de la privacidad casi desaparece, todo lo que se diga será utilizado, y deliberadamente malinterpretado, en perjuicio de lo que ha dicho, y quien olvide el interés partidista será excluido por su partido o por las urnas. No es una profesión que se pueda aprender si no es mediante la práctica, porque es antes que nada el arte de la oportunidad, la capacidad de reaccionar a las circunstancias cambiantes. La lucha contra el calentamiento global parece un excelente objetivo, pero para los liberales canadienses no resultó beneficioso haberle dado relevancia en su programa cuando tuvieron que competir en las elecciones de 2008, tras el inicio de la crisis económica mundial que había alterado radicalmente las prioridades de los ciudadanos. Hay que saber modificar las posiciones, pero si se olvidan los principios se cae en la mediocridad: esa es la advertencia de Ignatieff a quien quiera entrar en política.