El Café Gijón, en los años 50.
Sobre los ecos y las voces de los cafetines de la Villa de Madrid pasa, entre tazas, el tiempo de los hombres y de los héroes. Un Café en un país como el nuestro, bien atenazado por dilatados períodos de censura, obra casi como ese mentidero político medianamente consentido; templo de media tarde entre golfo y erudito. El Café literario, en todo caso y como recuerda Bonet Correa en su monumental ensayo Los Cafés históricos, es una institución cultural bajo el imperio de la pausa y el humo; un monumento a la civilización que ha dado a la imprenta no pocas y memorables obras. Sobre estas convicciones, Javier Villán (Palencia, 1943) desarrolla, lírico y llevado por la prosa memorialística y gamberra, su último libro, Madrid canalla: Historias intelectuales y golfas del Café Gijón. Villán presenta unas "memorias apócrifas" -pero vividas- de un asiduo al centenario Café de Recoletos, catedral laica de la literatura española.Advierte el autor que "no todos los que han tomado un café en el Gijón forman parte de la mítica del lugar": así, el crítico teatral cataloga la pintoresca fauna que brujuleaba en el local de Recoletos sin atenerse al relato cronológico y homenajeando con acierto a la disgresión y en enlace de vivos y muertos, triunfantes y fracasados. A veces tira Villán de meros apotegmas para trazar la personalidad de uno u otro personaje; otras rinde cuentas con el pasado y sus traiciones ejercitando un cinismo honesto y amable. Hay también retazos de crítica literaria y teatral que intercala al galope de la narración y del recuerdo. Sin concesiones a una narración lineal, Villán firma una crónica lúcida y desordenada de nombres y anécdotas que se conectan en el cosmos del celebérrimo Café, vivencias conservadas y multiplicadas por los espejos.
Lo fundamental del libro no es, en todo caso, una relación histórica de los sucesos acaecidos en el cafetín, sino más bien una confesión atemporal del modo en que el autor se vive en el lugar y viceversa. Por las páginas de Madrid canalla bullen, a la manera del mejor Camilo José Cela, escritores y periodistas, chulos y meretrices, cómicos y pícaros: de Raúl del Pozo a Manuel Vicent y de Fernán Gómez a Paco Rabal. Más que una memoria, el libro de Villán es un descargo de conciencia sin un rígido andamiaje narrativo, la escritura va según el recuerdo y las sensaciones. Sea como fuere, el ritmo del libro evoca el propio murmullo del Gijón, "centro de conspiraciones imposibles, de utopías melancólicas y también encrucijada de coartadas liberadoras". Se desprende, no obstante, una evidente querencia a la melancolía y el regusto expresivo de que lo pasado fue mejor y no volverá. El desencanto del escritor hacia lo que ha derivado el futuro es otro de los valores del libro, y esta misma desazón participa de la situación política o del propio arte en consonancia con el ánima de Villán, refractaria a los tiempos modernos que denigran el velador de mármol y el "recado de escribir".
En el centenario establecimiento madrileño pesa, y mucho, el libro de Paco Umbral La noche que llegué al Café Gijón y su afán de totalidad -y simultaneidad- expresiva. Aun con tan ilustre precedente, Villán demuestra que ni el tema del Café Gijón ni el de los Cafés históricos están agotados. Reprochemos al escritor el exceso intencionado de saudade de lo que ya no viviremos.