Gálvez con sus hijos, a los que utilizó para impedir su detención
Se llamaba Pedro Luis de Gálvez y una vez -dicen- paseó por Madrid el cadáver en cajita de su bebé nonnato para excitar la lástima y el bolsillo de la horrorizada parroquia de las tabernas. Fue expulsado del seminario, huyó de un padre cristiano y sobrevivió como chapero de marqueses. Recorrió España a pie viviendo de la tierra y tapándose con las estrellas. Probó el ajenjo en el Moulin Rouge y encandiló a Apollinaire al punto de que el francés escribiera de él una biografía. Se ganó a pulso un papel en Luces de bohemia y fascinadas citas de Baroja, Carrere, Ruano o Max Aub, y aun el mismo Borges ya ciego todavía recitaba algunos de sus versos y recordaba la noche en que Gálvez le llevó a conocer el ultraísmo de mancebía.Fue encarcelado por antimonarquismo pudiéndolo evitar solo para escribir un talentoso libro sobre la rata con la que intimó en la trena, indultado a petición de Mariano de Cavia y requerido por los mejores diarios apenas unas semanas antes de defraudarlos, dada su incapacidad vocacional para resistir los demonios de la vagancia y el morapio. Combatió en el ejército de Albania durante la guerra del 14 con Turquía, llegando a grado de generalísimo, y cubrió como corresponsal el desastre del Barranco del Lobo mientras se sacaba un sobresueldo chuleando a su mujer entre la soldadesca, hasta que finalmente su Carmen se enamoró de un capitán de infantería que le dio por ella dos mil pesetas, o de eso presumía.
Operó en la Puerta del Sol, perfeccionando mañas extractivas sobre académicos y obispos hasta un punto de excelencia que habría deparado, con el arte del sable, una cumbre canónica de la literatura picaresca de no ser porque acaba recurriendo al refrito y al relleno tipográfico. Emigró a Barcelona donde triunfó como comediógrafo solo después de trabajar como aeronauta, oficio al que renunció el día en que hubo de ser rescatado del Mediterráneo por un golpe de viento que desató la canasta del globo aerostático. Se arrejuntó con Teresa, que le dio más hijos, y a la que verdaderamente quiso. Fue editor de Rubén Darío y tutor de su bastardo Rubenito. Asustó a Ramón, que le había expulsado de Pombo, cuando resurgió en el 36 en mono de obrero y con dos pistolones al cinto, convertido en jefe de una milicia sindicalista a la que Miquelarena, Baroja y Cortés-Cabanillas atribuyen a la ligera crímenes de sangre y que incluyen a Muñoz Seca en Paracuellos, pero que los indicios más sólidos desmienten con casi total probabilidad.
Fue fusilado por Franco en 1940, previo consejo de guerra al que no logró convencer de que su militancia roja había tenido más de farsa y supervivencia que de responsabilidad fáctica, pues había salvado la vida de escritores nacionales como Ricardo León -del que había sido negro- o Carrere, y hasta del portero Ricardo Zamora, al que sacó de la Modelo. Y finalmente escribió algunos de los mejores sonetos del primer tercio del XX, pese a que no fueron recogidos en ninguna antología hasta que Andrés Trapiello, espeleólogo de las armas y las letras, publicó su Negro y azul.
Si vida como esta no merecía otra vida, la del periodista Quico Rivas, dedicada a su elucidación biográfica, que baje Valle y lo vea. Se publica ahora, 20 años después de ser escrita y de aquella novela solanesca de Juan Manuel de Prada, merced al tesón del prologuista Juan Bonilla, que conocía el legendario trabajo inconcluso de Rivas -echamos de menos más detalle probatorio sobre el bélico desenlace, y un índice onomástico-, quemado presumiblemente en un incendio y cuya única copia mecanoscrita apareció en el sótano milagroso de una librería.
Rivas quiere reivindicar la calidad literaria (solo ella justifica a un autor) de un poeta maldito pero clásico de formas y lúcido prosista, a veces conmovedoramente digno en su abyección. Logra un amenísimo canto de empatía a la bohemia más saturnal no exento de rigor, donde cada cita es una joya. Ríanse ustedes de esos beatniks.