Michel Onfray. Foto: Sergio González Velero
Entre los sucesores de la poderosa generación posestructuralista que dominó durante décadas el escenario filosófico francés, Michel Onfray (1959) ocupa un lugar destacado. Y no solo por la voluntad innovadora y la calidad de su obra, sino por su logrado recurso a la provocación. En los volúmenes de su Contrahistoria de la filosofia ha ido explorando sin la menor concesión al canon establecido los "ángulos muertos"de la filosofía académica, esto es, los elementos heterodoxos, materialistas y ateos sin los que difícilmente cabría entender lo que ha estado en juego en ella. Paralelamente Onfray ha ido roturando, desde las posiciones libertarias del hedonismo ético, una crítica vibrante de la sociedad actual, de sus excesos y miserias. Y, sobre todo, del modelo de vida que impone y sustenta. Al hilo de este proyecto, se ha ocupado de un tema de notable evergadura ética y antropológica, cultivado también por antecesores suyos tan relevantes como Pierre Hadot y Michel Foucault: el "cuidado de sí".Durante siglos, los filósofos se ocuparon de las "tecnologías del yo" que ayudan a los hombres a moldear su conducta, a cuidar de ella y de sí mismos, a forjar su propio yo y escoger modos y reglas de vida aceptable. Con ello elevaron a objetivo máximo de un filosofar de intencionalidad más formativa que informativa la consecución de una "vida buena", esto es, feliz. Para ello estos filósofos y, muy especialmente, los estoicos y epicúreos enseñaron prácticas como el diálogo y la meditación, o intuitivas, capaces de transformar en sentido positivo al individuo y de ayudarle a superar su yo parcial e irracional, egocéntrico y egoísta en el más estrecho sentido del término.
Por su parte, y renovando el viejo programa y su aspiración a una existencia plena, libre y gozosa, Onfray ha preferido hablar -siguiendo al Nietzsche que nos conminaba a convertirnos en amos y escultores de nosotros mismos- de "escultura de sí". Y lo ha hecho tomando como modelo e hilo conductor la figura del condotiero renacentista, con sus virtudes y pasiones, con su yo denso, fuerte, jubiloso y creativo, con su capacidad de hacer de su vida una obra de arte y, en fin, con su ética y su estética, insobornablemente idiosincrásica. La alusión a Nietzsche es todo menos tangencial, porque en el desarrollo de su tema Onfray sustituye, como fundamento teórico y recurso retórico, a los estoicos y epicúreos por Nietzsche, por su ideal del filósofo-artista y su titanismo moral, fuertemente aristocrático. Un Nietzsche que resulta ser el protagonista de esta obra, de tan poderosa ambición literaria.
Pero dejemos la palabra a Onfray: "ateo gozoso y desafiante, enemigo de cuanto liga y religa, enamorado con pasión de lo que separa y abre abismos, instala diferencias, exacerba las singularidades, el condotiero es lo contrario del espíritu religioso que se define como un fanático de los lazos y, por tanto, de garrotes y ligaduras. El condotiero, solar, quiere la separación, el aislamiento que corresponde lo más fielmente posible a las enseñanzas metafísicas del solipsismo. La secesión es su ley, no quiere consentir a las asociaciones, grupos y reuniones que fabrican, a buen precio, identidades falsas".
No hará falta subrayar que el condotiero -próximo al dandy, al único de Stirner, al samurai o al anarca de Jünger- quiere los extremos y los abismos. Quiere arder, consumirse o prodigarse, pero nunca economizar, como el burgués. Execra el ahorro. Desea organizar el caos, estetizar la vida y practicar su implacable ética hedonista. Una ética que entraña una patética, esto es, una estética de las pasiones, una poética de las "partes malditas", a conciencia de que "todo lo que procura goce es aceptable y todo lo que genera sufrimiento es condenable". Onfray se compromete tanto con este programa como para asumir a propósito del condotiero las pasiones de la autoafirmación como virtudes, virtudes que nada tienen que ver con las de la renuncia y el sacrificio y que ayudan a hacer y deshacer las relaciones humanas en la perspectiva de una dinámica que coincida con la vida.
Estamos, pues, ante toda una invitación a la construcción de una individualidad bella y elegante, creadora de sus propios valores. Y, desde luego, ajena a las figuras dominantes en la época en que nos ha tocado vivir, las del usurero, el banquero, el gerente y el economista. Los enemigos, en fin, de prodigalidad, la gran virtud del artista, fiel a una ética dispendiadora. Muchas son las lecturas que podrían hacerse de esta obra. Cabría sospechar, por ejemplo, que lo que aquí está en definitiva en juego es una defensa exasperada y sin concesiones del ideal aristocrático de la excelencia en un mundo en el que no habría ya lugar para otro individuo que el igualitario. El problema es que la cuestión de la excelencia no es de orden centralmente estético, sino ético. Como es posible también que la generosidad, el placer y la amistad pudieran ofrecérsenos como fruto de formas de vivir la vida menos heroicas que las del improbable superhombre nietzscheano. Sin que ello implique negar todo valor a la rebeldía.