Traducción de J. Fontcuberta y Eduardo Gil Bera. Acantilado. Barcelona, 2014. 425 pp. 25 e.

"Ser amigo mío es funesto", confiesa Joseph Roth en su correspondencia con Stefan Zweig. Es difícil no darle la razón. Zweig es un hombre culto y refinado: amable con sus adversarios, generoso con sus amigos, conciliador en el debate político. Tal vez se excede en su moderación y prudencia, pues cree que el nazismo será un fenómeno pasajero y escatima las diatribas, pero es imposible acusarle de complicidad o cobardía. Hijo de una próspera familia judía, conoció y admiró a Theodor Herzl, pero nunca se sintió atraído por el sionismo y siempre se mostró escéptico en materia religiosa. Roth también era judío, pero profesaba el catolicismo y era un ferviente monárquico, que lamentaba la caída del Imperio austrohúngaro, con su espíritu tolerante y cosmopolita, algo que deploraba Zweig.



Al margen de esa afinidad, sus temperamentos no podían ser más opuestos. Roth era vehemente, mitómano, compulsivo, impertinente, sincero hasta la grosería y tremendamente pesimista. En su intercambio epistolar, no escatima quejas, juicios implacables, chantajes emocionales, injustas recriminaciones y una notable caradura, que le permite pegar sablazos a diestro y siniestro. Zweig no cesa de prestarle dinero, sin ignorar que nunca lo recuperará, y Roth siempre encuentra excusas para pedirle más, sin ocultar el resentimiento que le produce la ayuda de su amigo. Lejos de mostrarse agradecido, reacciona con desdén y rabia. Aunque reconoce el genio de su benefactor, se atreve a sugerirle cambios en sus textos, que incluyen consejos sobre adjetivos, situaciones y desenlaces. Incomprensiblemente, Zweig responde con paciencia y cortesía.



La cuidadísima edición de Acantilado sufre una involuntaria descompensación, pues se han perdido muchas cartas de Zweig y el protagonismo recae sobre Roth, que perora sin cesar, comparando sus quejidos con los llantos ante el Muro de las Lamentaciones. Alcohólico sin otro temor que la sobriedad y la claridad de juicio, Roth no es egoísta, pues el dinero que le prestan sus amigos acaba muchas veces en los bolsillos de escritores proverbialmente pobres. Roth gana dinero con sus libros y artículos, pero su mujer sufre esquizofrenia y su cuidado exige grandes sumas. El resto se lo gasta en tabernas, enlazando una borrachera tras otra. Es una espiral autodestructiva que acabará con su vida en 1939. Esa muerte prematura le exime de contemplar el final de su mujer, que será asesinada en cumplimiento de las leyes eugenésicas de los nazis. Zweig se suicidará en Brasil, con su segunda y joven mujer. Las victorias de Hitler parecen imparables y cree que acabará dominando el mundo.



Zweig disfrutó en vida de un enorme éxito, pero la posteridad le restó méritos, degradándole a la condición de escritor menor. Poco a poco, ha recuperado parte de su prestigio. En cambio, Roth goza de un reconocimiento unánime. Las cartas reflejan su grandeza como escritor: incisivo, profundo, inconformista, agudo, innovador, clarividente. Al mencionar su relación con el alcohol, sale a relucir su fibra descarnada: "Es la muerte. […] ¿Le gustan a un epiléptico sus ataques? ¿Le gustan a un demente sus ataques de furia?". Cuando maldice el creciente poder de la barbarie parda, no cae en la trampa de alinearse con la marea roja: "El comunismo de ninguna manera ha cambiado el mundo. […] Ha engendrado el fascismo, el nacionalsocialismo y el odio contra la libertad de pensamiento Quien aprueba Rusia ha aprobado también, con eso, el Tercer Reich". Roth describe con desgarro el ascenso de los totalitarismos: "La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros". Cuando en 1933 se entera de que han ardido sus libros y los de su amigo en el mismo aquelarre, anota: "El mundo está todo a oscuras. Y también para nosotros, individuos". Tres años antes había diagnosticado: "Europa se suicida". Admirado por su intensidad, Zweig reconoce sentir "un misterioso anhelo de conmociones trágicas", puntualizando que "sería desleal tomar como propias las ajenas". Roth no se engaña sobre la carga que representa su amistad: "Sé que atraigo la mala suerte, […] no quiero que su alegría sufra menoscabo por mí". Acantilado sigue regalándonos alimento para el espíritu.



Las cartas de Roth y Zweig no son arqueología, sino una poderosa luz que contribuye a esclarecer el mundo actual. Si tuviera que escoger, preferiría a Zweig como amigo, tal vez por afinidad de carácter, pero no me cuesta ningún trabajo admitir que Roth es infinitamente más seductor. Zweig nos invita a pasear. Roth nos hace mirar al abismo.