Se trata de un libro bien escrito, en el que resulta imposible diferenciar la pluma de los cuatro autores (L. Mees, J. L. de la Granja, S. de Pablo y J.A. Rodríguez Ranz), muy bien documentado, con la consulta de una treintena de archivos en siete países, y cuyo enfoque objetivo y ponderado no rehúye los temas polémicos pero evita la toma de postura partidista.
Los rasgos de la personalidad de Aguirre van quedando claros a medida que se lee el libro. Su gran capacidad de iniciativa. Un optimismo a veces ingenuo, pero que le impedía caer en el desánimo, y que estaba ligado a su convicción de que el destino de Euskadi estaba en manos de la Providencia. Una fe católica sincera y sobre todo una profunda convicción nacionalista. Y junto a la firmeza en los principios, un considerable pragmatismo en la estrategia, que explica los sorprendentes cambios de alianza ya aludidos. El estatuto de autonomía no fue nunca para Aguirre un objetivo final, sino una etapa en el camino hacia la independencia. Logró el estatuto gracias al entendimiento con las izquierdas españolas, pero de ellas le separaba su visión política. Y hay que decir que durante su mandato en la guerra civil Euskadi fue un relativo oasis de respeto a los derechos humanos en comparación con lo que ocurría en el resto de España, aunque no pudo evitar la matanza de presos de enero de 1937.
Aguirre fue un personaje fascinante. Un líder capaz de suscitar adhesiones más diversas. Un hombre entregado a una causa y a su vez un político capaz de modificar su estrategia en función de las circunstancias, sin que esos bandazos dañaran a su prestigio. Un nacionalista antiespañol capaz de entenderse con España y que apoyó la participación de un nacionalista, Manuel de Irujo, en un gobierno español, por primera y única vez en la historia.