Mohamedou Ould Slahi sufrió en Guantánamo el más estricto aislamiento

Editado Por Larry Siems. Little, Brown & Company, 2015. 379 páginas, 29$

La reciente publicación de Diario de Guantánamo del mauritano Mohamedou Ould Slahi, preso en la cárcel estadounidense, ha sacudido las conciencias de un país que no es el mismo desde el 11-S de 2001. El libro describe en primera persona las torturas y privaciones de un preso en un limbo legal que no cesa, y ha suscitado ya gran debate en medio mundo. He aquí la magnífica crítica que The New York Times ha publicado sobre el libro.

En torno al 11 de septiembre de 2001, el carácter americano cambió. "Los valores más elevados", de los que los estadounidenses presumíamos orgullosos, pasaron a considerarse lujos que el país apenas podía permitirse en esa nueva era de peligro. La justicia y su principio fundamental de inocencia hasta que no se demuestre la culpabilidad se convirtió en un riesgo; su indulgencia, en una debilidad. Al ser preguntado recientemente por un hombre inocente que había sido torturado hasta morir en un centro clandestino de detención de la CIA en Afganistán, el antiguo vicepresidente Dick Cheney no titubea: "Me preocupan más los malos que fueron puestos en libertad que los pocos que, efectivamente, eran inocentes". En esta nueva era en la que se sacrificaría cualquier cosa en aras de la seguridad del país, la tortura e incluso el asesinato de inocentes han de catalogarse, simple y llanamente, como "daños colaterales".



Diario de Guantánamo es el relato más intenso escrito hasta la fecha. Un día de otoño, hace trece años, Mohamedou Ould Slahi, ingeniero eléctrónico de 30 años especializado en telecomunicaciones, recibió la visita en su casa de Nuakchot, Mauritania, de dos agentes que lo emplazaron al Ministerio de Inteligencia del país para responder a unas preguntas. "Llévese su coche", le dijo uno de los hombres, mientras Slahi permanecía en el umbral con su madre y su tía. "Esperamos que pueda volver hoy mismo". Al oír esas palabras, la madre de Slahi clavó sus ojos en su hijo. "Es el sabor de la impotencia", escribe, "cuando ves a un ser querido desvanecerse como un sueño y no puedes hacer nada para ayudarle... Por el espejo retrovisor vi a mi madre y a mi tía rezando, hasta que cogimos la primera curva y mi familia desapareció".



Aquello sucedió el 20 de noviembre de 2001. Desde entonces, la madre de Slahi ha muerto, y su hijo nunca ha regresado. Aquel día de otoño, dos meses después del 11-S, Slahi comenzó lo que él llama su "vuelta interminable por el mundo", cortesía de los diferentes organismos estadounidenses de seguridad nacional. Tras una semana de interrogatorios en Mauritania, un "traslado extraordinario" le llevó a un centro clandestino de Jordania, donde siguió siendo interrogado, a veces brutalmente, durante ocho meses. De ahí fue trasladado en avión, con los ojos vendados, engrilletado y en pañales, a la base aérea de Bagram, en Afganistán, para otras dos semanas de interrogatorios. Acabó aterrizando en Guantánamo, donde sufrió meses del más estricto aislamiento, semanas de privación del sueño, temperaturas y niveles de sonido extremos y otra serie de elaboradas torturas, detalladas en un "plan especial" aprobado personalmente por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, y donde permanece hasta la fecha.



El trabajo de Mohamedou Ould Slahi es una especie de obra maestra oscura

Slahi escribió estas memorias en su celda de aislamiento en verano de 2005, y tras una batalla legal que se ha prolongado durante seis años, por fin las tenemos entre manos. Escritas en el inglés coloquial, aunque limitado, que pudo aprender durante su cautiverio, las páginas están deformadas por miles de "correcciones" tachadas en negro, cortesía de los agentes de inteligencia estadounidenses que desempeñaron un papel protagonista. El trabajo es una especie de obra maestra oscura, una epopeya de dolor, angustia y humor amargo, a veces insoportables, que el Dostoievski de Memoria de la casa de los muertos habría reconocido y saludado.



En sus raíces encontramos una ambigüedad exasperante, nacida de un sistema que no se rige por las reglas de las pruebas palpables o los juicios justos, sino de la sospecha, la paranoia y la violencia. Con los ojos vendados, los oídos tapados y engrilletado, Slahi viaja a una cárcel secreta de Jordania (aunque se supone que no tiene ni idea de en qué lugar del planeta está), y a su llegada le entrevistan dos agentes estúpidos que parecen sacados de una obra de Beckett:



"¿Qué has hecho?".



"¡No he hecho nada!" Los dos estallan en una carcajada.



"Ah, claro, ¡no has hecho nada pero aquí estás!". Me preguntaba qué crimen debería confesar para satisfacerles.



Eso, ¿qué crimen? Si la culpabilidad se presupone, ¿cómo es posible demostrar la inocencia? Y al igual que le ocurre al Joseph K. de Kafka, tercer gran espíritu literario que se deja asomar por estas páginas, los indicios de la culpabilidad de Slahi están por doquier: luchó en Afganistán a principios de los años noventa con Al Qaeda (a la sazón apoyada indirectamente por Estados Unidos); su primo lejano y luego cuñado se convirtió en uno de los principales consejeros espirituales de Bin Laden; había estudiado en Alemania, como los otros conspiradores del 11-S; había rezado en la misma mezquita de Montreal que el conspirador del "milenio"; había conocido a Ramzi Binalshibh, uno de los cerebros del 11-S.



Las memorias de Slahi están repletas de unos diálogos tan absurdos que bien podrían salir directamente de El proceso
Esos indicios, entre otros, significaban que daba el perfil de "un terrorista de alto nivel, cuya inteligencia va más allá de la fe", dice Slahi. Esa será la premisa de los interrogadores estadounidenses, y nada de lo que los mauritanos y los jordanos dicen, por no hablar ya de lo que Slahi sostiene durante los meses de interrogatorios cada vez más brutales, puede hacerles cambiar de opinión. Las memorias de Slahi están repletas de unos diálogos tan patentemente absurdos que bien podrían estar sacados directamente de El proceso. A saber:



"Las reglas han cambiado. Lo que antes no era un crimen ahora está considerado como tal".

"Pero si yo no he cometido ningún crimen, y por muy duras que sean vuestras leyes, yo no he hecho nada".



"¿Qué me dirías si te enseño las pruebas".



El interrogador le muestra una lista con las 15 "peores personas" de Guantánamo, donde aparece como número uno.



"Tiene que estar de broma", dije.



"Pues no. ¿Es que no entiendes lo serio que es tu caso?".



"Así que me raptáis de mi casa, en mi país, me mandáis a Jordania para que me torturen, luego a Bagram, ¿y aun así soy peor que la gente a la que pillasteis empuñando armas?".

"Exactamente. ¡Eres muy listo! Para mí, cumples todos los requisitos de un terrorista de primer nivel. Cuando te paso el test de control terrorista, apruebas con una nota altísima".



Estaba aterrorizado, pero siempre intentaba reprimir el miedo.



"¿Y cuál es tu ["corrección"] lista?".

"Eres árabe, eres joven, participaste en la yihad, hablas varios idiomas, has estado en muchos países y eres licenciado en una disciplina técnica".

"¿Y eso qué crimen es?", pregunté.

"Mira a los secuestradores de los aviones: eran iguales que tú".



En una sesión posterior, el interrogador recibe a Slahi con un reproductor de vídeo y le promete mostrarle la prueba definitiva. "¿Estás preparado?", le pregunta en tono dramático, con el dedo apoyado en el botón de play. Slahi respira hondo, "listo para pegar un respingo al verme haciendo saltar por los aires algún edificio estadounidense de Tombuctú". En cambio, la cinta mostraba a Bin Laden hablando sobre los ataques del 11-S. "Eres consciente", le pregunta a su interrogador con su característico humor ácido, "de que no soy Osama Bin Laden, ¿verdad?".



Llega un momento en que Slahi confesaría de buena gana -llega un momento en que confesaría cualquier cosa.

La culpabilidad de Slahi sigue siendo innegable, indiscutida e incuestionable, aun cuando las acusaciones sobre lo que hizo cambian. Los estadounidenses parten de la certeza de que su prisionero fue el cerebro del "complot del milenio", el intento en 1999 a manos de Ahmed Ressam de introducir explosivos por la frontera canadiense para volar el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Llega un momento en que Slahi confesaría de buena gana -llega un momento en que confesaría cualquier cosa que le pidiesen-, pero está atrapado en una paradoja de la que no puede escapar: "Si no conoces a alguien, no lo conoces y punto, no hay forma de cambiarlo". Cuando los interrogadores parecen a punto de aceptar por fin la evidencia a la que ya habían llegado hace tiempo sus homólogos mauritanos, jordanos y canadienses -Ressam se había marchado de Montreal antes de la llegada de Slahi-, los estadounidenses se aferran a una nueva teoría, gracias a una confesión de Ramzi Binalshibh: Slahi había sido el "reclutador" principal para la mismísima "Gran Boda", el complot que conduciría nada menos que al 11-S.



Según hemos podido saber gracias a un informe recién publicado por el Comité de Inteligencia del Senado, en aquella fecha Binalshibh estaba siendo sometido a torturas brutales en un centro clandestino de Marruecos. A estas alturas, Slahi está sufriendo las miles de técnicas del "plan especial" de Rumsfeld: aislamiento estricto; temperaturas heladas constantes, "hasta tal punto que no podía dejar de temblar"; posiciones de estrés, con horas pasadas de pie e inclinado, con las manos engrilletadas al suelo; baños periódicos con agua helada que le dejaban "temblando como un enfermo de Parkinson"; palizas en la cara y las costillas; abusos sexuales repugnantes; amenazas de muerte y de secuestro a su madre y otros familiares; e interrogatorios infinitos sin permitirle dormir. "Durante los próximos 70 días", escribe, "no conocería el placer del sueño: interrogatorios de 24 horas al día, con tres y hasta cuatro turnos". Periódicamente lo arrastran hasta una habitación oscura y lo arrojan a un suelo mugriento.



"La habitación estaba oscura como una tumba. [Corregido] puso una canción altísima -de verdad, altísima-. La canción era Let the Bodies Hit the Floor. Puede que nunca la olvide. Al mismo tiempo, [corregido] encendió unas luces de colores que me hacían daño en los ojos. ‘Si te duermes, [improperio], voy a hacerte daño', dijo. Tuve que escuchar la canción una y otra vez hasta la mañana siguiente. Entonces empecé a rezar. ‘Deja ya la [improperio] oración', gritó".



Slahi empieza a alucinar, oye voces: sus amigos y familiares le "visitan", intentando consolarlo; tiene miedo de estar volviéndose loco. Durante todo ese tiempo, interrogatorio tras interrogatorio, le muestran la "prueba" de Binalshibh. "¿Por qué iba a mentirnos?", le preguntan los interrogadores.



Tenían la respuesta delante de sus narices, como la tenemos nosotros, descarnadamente, sobre la página. Binalshibh miente por el mismo motivo por el que lo hace Slahi: se trata de la única herramienta que tiene para detener el dolor. Desesperado por confesar haber planeado unos complots cuyos detalles ignora, Slahi suplica a sus interrogadores que le digan qué se supone que ha hecho: "¿Y cuál era mi plan malvado?".



"Puede que no fuese exactamente atentar contra EE. UU. ¿Atacar la Torre CN de Toronto, quizás?", dijo. Me pregunté si ese tipo estaba loco. Nunca había oído hablar de esa torre.

"¡Eres consciente de que si admito tal cosa tengo que implicar a otras personas! ¿Qué pasaría si resulta que estoy mintiendo?", dije.

"¿Y qué? Sabemos que tus amigos son malos, así que si los arrestan, aunque sea por una mentira tuya [corregido], no importa, porque son malos".



De modo que Slahi, vejado, exhausto, aferrándose a duras penas a la cordura, empieza a dar nombres, describir tramas, ofrecer información incriminatoria sobre cualquiera por el que le preguntan, "aunque no lo conociera. Cada vez que pensaba en la frase ‘No lo sé' me entraban náuseas, porque recordaba las palabras de [corregido]: ‘¡Si vuelves a decir que no lo sabes, que no te acuerdas, te vamos a [improperio]!'.



El proceso recuerda a una versión postmoderna y globalizada de los juicios de las brujas de Salem.
Así fue como el inmenso y brutal mecanismo de los interrogatorios estadounidenses, extendiéndose por el mundo en un archipiélago de centros clandestinos con cientos de detenidos a merced de un número desconocido de interrogadores, se transformó en una intrincada máquina para generar una ficción reafirmadora. El proceso, que nunca se había descrito de manera más íntima ni convincente, recuerda peligrosamente a una versión posmoderna y globalizada de los juicios a las brujas de Salem: unos inquisidores fervorosos, ajenos a las dudas, que aplican una violencia implacable para evocar un mundo fantástico, nacido de los miedos colectivos de sus propias imaginaciones.



También son nuestros miedos, claro. Este libro no tendrá gira del autor, pues Mohamedou Ould Slahi sigue en Guantánamo. Nosotros lo mantenemos ahí. Ya han pasado casi cinco años desde que James Robertson, juez de un Tribunal de Distrito de Estados Unidos, aceptase la petición de hábeas corpus para Slahi y ordenara su puesta en libertad, pero el Gobierno interpuso un recurso, con lo que el mauritano sigue preso e incomunicado. En su ausencia, según escribe Larry Siems, el libro de Slahi "se ha editado dos veces: primero por el Gobierno de Estados Unidos, que añadió más de 2.500 correcciones tachadas en negro que censuran el texto de Mohamedou, y luego por mí. Mohamedou no ha podido participar ni responder a ninguno de esos elementos editados". Entre las muchas correcciones, cerrilmente absurdas y descuidadas en su mayoría, el diálogo entre interrogador y prisionero continúa.



Mientras tanto, en la base de Guantánamo, los cargos acerca de enormes complots han ido abandonándose uno detrás otro. ¿Cuál es exactamente el crimen cometido por Slahi? Ahora solo se le acusa de haberse unido a Al Qaeda en el pasado, algo que nunca refutó, y de seguir siendo miembro, algo que siempre ha negado. Al final, como al principio, la culpabilidad nace por asociación: la cuestión es a quién conocía, no lo que puede demostrarse que ha hecho. "Me recuerda a Forrest Gump", le decía Morris D. Davis, antiguo fiscal jefe de Guantánamo, a Siems en una entrevista en el año 2013.



"En la historia de Al Qaeda y el terrorismo ha habido muchos episodios importantes", señalaba Davis, "y allí estaba Slahi, oculto en algún lugar de fondo. Estuvo en Alemania, en Canadá, en varios lugares que parecen sospechosos, y eso llevó a los investigadores a pensar que se trataba de un pez gordo. Pero luego, cuando de verdad hicieron el esfuerzo por investigarlo, no era ahí donde llegaban... su conclusión fue que hay mucho humo, pero ningún indicio".



Nuestro país ha torturado a Slahi. Cuando el sufrimiento causado por lo que no ha sido probado ni condenado se entiende únicamente como un daño colateral, América ha cruzado el abismo. Los pasos que nos han llevado ahí fueron en gran parte secretos pero, gracias a éste y a otros relatos, ahora los conocemos: ahora sabemos de dónde venimos y a dónde vamos. Lo que no sabemos aún es cómo regresar.