Saul Bellow con el actor Robin Williams Foto: Archivo

Edición de Benjamin Taylor. Viking, 2015. 25'62 $

"Las moscas esperan ávidas en el aire", escribe Saul Bellow (1915-2005) en una descripción de Shawneetown, en el sur de Illinois, "cortinas de moscas que producen un sonido como el del papel de seda al rasgarlo". Coja papel de seda y rómpalo despacio en dos: suena exactamente igual que el lúgubre zumbido de una nube de insectos agitándose. Pero -se preguntará- ¿cómo es que Bellow sabía qué sonido producía el papel de seda al rasgarlo? Y a continuación se preguntará qué hace este detalle, que denota una atención minuciosa, en la revista Holiday (en 1957) en vez de en Henderson, el rey de la lluvia (1959), la obra que entonces Saul Bellow estaba escribiendo. Probablemente Henderson contenga eso mismo o algo incluso mejor, ya que las voces de ficción y no ficción del autor se entrecruzan y se fecundan mutuamente.



En 1958 una obra dramática de Gore Vidal se convirtió en la famosa película del oeste El zurdo (protagonizada por su amigo Paul Newman), convirtiéndose en la antítesis de ese tópico que afirma que cuando los autores de no ficción pasan a la prosa discursiva "escriben con la mano izquierda". En otras palabras, los artículos de fondo, los reportajes, los diarios de viaje, las conferencias y las memorias son en cierto modo forzados, espurios, como si hablase un ventrílocuo. En el caso de Vidal, en cambio, es en los ensayos (o en los escritos antes del 11-S) donde suena diestro. Sus novelas históricas, firmemente ligadas a la realidad, tienen su espacio, pero los productos de su desbordante fantasía (por ejemplo, Myra Breckinridge y Myron) transmiten una sensación estrictamente zurda. En cambio, Bellow es ambidextro por naturaleza.



También es un desenfrenado activista del instinto. En este sentido, se parece poco, digamos, a Vladímir Nabokov y a John Updike, por citar a dos artistas, además de críticos, de gran prestigio. En su voluminoso Conferencias, Nabokov se muestra idiosincrásico y a menudo verbalmente intenso, pero siempre un profesional sobrio y serio. Un pedagogo. En cuanto a Updike, en sus igualmente voluminosas antologías de reseñas deja claro que los críticos, a diferencia de los novelistas, están en cierto modo "de servicio": tienen que llevar sus mejores galas y nunca pueden presentarse tal como son. Bellow sí que se presenta tal como es. Está más cerca de D.H. Lawrence, y aún más de V.S. Princhett. "Dejemos que los académicos comparen, sean exhaustivos y construyan sus superestructuras", escribe Princhett. "El artista vive tanto por el orgullo de sus énfasis como por lo que ignora. La humildad es una desgracia". Así es como Bellow se enfrenta a todo. Nada de esmoquin ni de fajines; nada de trajes ni de birretes con borlas. Sea cual sea el género, el aparato sensorial e intelectual de Saul Bellow es completo e indivisible.



Inherente a esta postura es una franca oposición a la torre de marfil. Aunque enseñó literatura durante toda su vida adulta, Bellow, desconfió siempre, y cada vez más, de las universidades ya desde mucho antes de que la agitación ideológica las convirtiese en lo que él llamaba en privado "centros enemigos de la libertad de expresión" (su ensayo breve "The University as Villain" [‘La universidad como el malvado'] es de 1956). Lo exaspera, lo saca de quicio ese analista que quiere decirte qué puede y qué no puede "simbolizar" el arpón de Ahab. Los críticos deberían aferrarse al elemento humano y no limitarse a revestir el texto con enigmas adicionales. La tarea pedagógica esencial, insinúa Bellow, es infundir los hábitos de entusiasmo, gratitud y asombro propios de un lector.



Acusar a los novelistas de egoísmo es como deplorar la tendencia de los campeones de boxeo a volverse violentos. Y Bellow, como es natural y de manera esclarecedora, confía en su propia evolución para establecer principios básicos: "Todo se debe contemplar como por primera vez"; asumir "una cierta unidad psíquica" con los lectores ("En esencia, los otros son como yo, y yo soy básicamente como ellos"); aceptar la definición de George Santayana de la desprestigiada palabra "piedad": "reverencia por las fuentes del propio ser"; consiguientemente, amar la historia de uno mismo, pero jamás recabar experiencia, o "Experiencia", como materia de escritura: hay escritores orgullosos de sus "esfuerzos particulares en el terreno del sexo, de la borrachera" y de la pobreza, pero ser "deliberadamente" mundano es una falsa ventaja. Resistir "las grandes influencias": Flaubert o Marx, entre otros, o lo que Bellow, citando a Thoreau, llama "la fuerza salvaje de la multitud·. La imaginación tiene su "inocencia eterna", y eso es algo que el escritor no se puede permitir perder.



La no ficción de Bellow tiene las mismas cualidades que sus relatos y sus novelas: una dinámica capacidad de respuesta al personaje, el lugar y el tiempo (o la época). Todas ellas se despliegan en la maravillosa historieta "A Talk With the Yellow Kid" [Charla con el Chico Amarillo], de 1956. El chico es un estafador octogenario de Chicago que toda su vida ha "vendido propiedades inexistentes, concesiones que no eran de su propiedad y castillos en el aire a hombres codiciosos". Bellow se siente perfectamente cómodo en esa compañía, pero tiene la seguridad fundamental para reconocer el misterio esquivo del Chico: "No siempre es fácil saber de dónde viene", porque "su dilatada práctica con la falta de sinceridad le da ventaja". Y uno se pregunta, ¿qué otro escritor culto, o, desde luego, inculto, tiene esa comprensión reflexiva de la calle, la máquina, los tribunales, las estafas? Pero, además, Bellow es anormalmente consciente de las escalas sociales en cualquier lugar, ya sea en España (1948), en Israel (1967), en París (1983) o en Toscana (1992).



There Is Simply Too Much to Think About (Hay demasiado en lo que pensar) es una versión ligeramente recortada y luego sumamente expandida de Todo suma, la recopilación de obras de no ficción de Bellow publicada en 1994. "Distracción", "ruido", "cháchara sobre la crisis": estos temas, que en el primer libro ya eran bastante constantes, ahora se han convertido en ubicuos. "El mundo está demasiado con nosotros; tarde y pronto,/ ganando y gastando, desperdiciamos nuestro poderes·. El tema preocupó a Wordsworth hacia 1802 y a Ruskin en 1865 ("No hay lectura posible para un pueblo con este estado mental"). Desde entonces, como era de esperar, las cosas no se han apaciguado. "El mundo está demasiado con nosotros, y nunca ha habido tanto mundo", escribía Bellow en 1959. En 1975 va más allá: "Decir que el mundo está demasiado con nosotros no tiene sentido porque ya no hay nosotros. El mundo es todo". Y no hay escapatoria.



Uno de los ensayos más atrevidos del libro es una pieza aparentemente modesta titulada "Humor, ironía, diversión, juegos", del año 2003 (posiblemente, lo último que escribió Bellow). El autor, que en otras ocasiones describió sus novelas, o gran parte de las mismas, como "comedias de interpretación amplia", aquí insiste en que, con una diferencia muy considerable, la mayoría de las novelas las han escrito ironistas, autores que practican la sátira y cómicos". He pensado sobre ello durante años. ¿Qué ocurre con la ficción rusa? Gogol es divertido; Tolstói, en su despiadada claridad, es divertido; y Dostoievski -lo cual es gracioso de por sí- es realmente muy divertido. Es más, la última generación de la literatura rusa antes de que fuese destruida por Lenin y Stalin -Bunin, Bely, Bulgákov, Zamiatin- siguió siendo rotundamente cómica. La novela es cómica porque la vida también lo es (hasta la inevitable tragedia del quinto acto), y también porque la ficción, a diferencia de la poesía y de todas las otras artes, es fundamentalmente una forma racional. Esto último no es tan paradójico como podría parecer. En palabras del artista y crítico Clive James: "El sentido común y el sentido del humor son una misma cosa que se mueve a dos velocidades diferentes. El sentido del humor no es más que el sentido común que baila. Los que no tienen humor carecen de juicio y no se les debería confiar nada".