Carlos Fonseca. Foto: Araba Press

La Esfera. Madrid, 2015. 384 páginas, 23'90€ Ebook: 8'99€

En más de una ocasión -a veces desde estas mismas páginas- he lamentado el desinterés de los historiadores profesionales por la divulgación y el acercamiento al gran público. Salvo excepciones que están en la mente de todos, el grueso de la historiografía académica y universitaria se muestra renuente a salir de su pequeño mundo y rebajar sus presupuestos conceptuales y metodológicos, dejando con ello el campo abierto -porque la demanda existe- a periodistas, escritores varios y hasta simples aficionados que se aprestan a la labor de desentrañar el pasado con entusiasmo digno de mejor causa.



La reflexión anterior, que es recurrente, surge ahora de nuevo porque se cumplen cuarenta años de uno de los episodios más trágicos del final del franquismo, las ejecuciones que tuvieron lugar el 27 de septiembre de 1975, cuando el propio régimen agonizaba ("moría matando", se dijo entonces con razón) y al propio Franco le quedaban menos de dos meses de vida. Una vez más tiene que ser un periodista, el veterano Carlos Fonseca (Madrid, 1959), bien curtido en estas lides, el que realice una investigación y puesta al día de aquellos sucesos y se apreste a trasladarla al público en general con un formato divulgativo y un lenguaje accesible.



Precisamente por ello Fonseca vuelve al tono humano -algunos dirán que incluso sensiblero- que tanto fruto le dio en su acercamiento anterior a otro espeluznante episodio de la represión franquista: Trece rosas rojas (2004) fue un bestseller que tuvo incluso su versión cinematográfica, todo un hito para una obra de esta índole. Ya el propio título, Mañana cuando me maten, pone claramente de relieve que Fonseca asume el punto de vista de las víctimas de la represión, sin que ello implique necesariamente que justifique los hechos sangrientos -los atentados, para ser claros- que les llevaron ante los Consejos de Guerra primero y ante los pelotones de fusilamiento seguidamente.



Porque el quid de la cuestión, como el autor consigna desde las páginas iniciales, estaba precisamente ahí, en dilucidar la autoría material de los actos terroristas que costaron la vida a varios agentes del orden público. Está fuera de duda que ni la dictadura en general ni los propios juicios en particular ofrecían a los imputados las mínimas garantías exigibles para su defensa. Fonseca argumenta además que si bien es verdad que estas organizaciones -FRAP y ETA- "asesinaron", esta obviedad "no puede ocultar que la dictadura también lo hizo". Apoyándose en la tesis -ciertamente discutible- de que el terrorismo en sentido estricto solo puede darse en sociedades democráticas, el autor toma partido y plantea explícitamente que sus protagonistas -los militantes antifranquistas que fueron pasados por las armas- "fueron víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos". Como resultado de ello establece taxativamente Fonseca desde el mismo prólogo que "lo suyo fue un asesinato legal sin paliativos". No se puede decir, pues, que las cartas no queden boca arriba desde el principio.



Dejando aparte las suspicacias que aún puedan levantar un enfoque de esas características y una posición tan contundente en un tema como el terrorismo, al que tan sensible sigue siendo -con toda razón- la sociedad española, lo más difícil de aceptar desde la óptica historiográfica es la pretensión del autor de reconstruir los hechos "con las armas del periodismo narrativo", es decir, tomando "recursos de la ficción para contar una historia real", de modo que quede algo tan atractivo como una buena novela.



Hay que reconocer, sin embargo, que a lo largo de todo el libro Carlos Fonseca hace un uso prudencial de esos recursos y por lo general se atiene a los hechos y a los documentos que ha podido consultar (que no han sido todos los que hubiera deseado, como se queja con razón, pues algunos de ellos, como las propias sentencias de los juicios, no están disponibles en su integridad). Los tres miembros del FRAP y los dos de ETA que fueron fusilados por la dictadura aparecen aquí como unos jóvenes impacientes, idealistas y hasta ingenuos que sufrieron el peso de un régimen implacable. Fonseca no oculta los hechos sangrientos en los que se vieron implicados pero su prioridad es trazar un retrato emotivo de todos ellos.