Manuel Gutiérrez Aragón. Foto: Esteban Cobo
Aquí puedes leer el primer capítulo de A los actores
Esa primitiva vocación fue la opción de Gutiérrez Aragón después de su retirada de las pantallas y ha dado paso en los últimos años a una labor continuada de novelista tardío pero muy interesante: La vida antes de marzo, Gloria mía y Cuando el fuego llegue al corazón. Supongo que la semilla de estos libros estaba sembrada antes y que ahora no ha hecho otra cosa que sustituir un tipo de lenguaje (el visual) por otro (el literario) dentro de un común propósito de dar un sentido a la vida por medio de lo que ambos comparten, el gusto por narrar. El nuevo libro del montañés, A los actores, cambia de género y pasa, en apariencia al menos, al ensayístico, pero de nuevo se inscribe en un proyecto intelectual coherente y unitario. Esta reflexión sobre los actores tiene mucho que ver con el resto de sus ocupaciones o preocupaciones pues, al fin y al cabo, el actor es un elemento capital en la interpretación del mundo, en la simulación verosímil de la realidad que ocupa a cualquier creador, con independencia de la forma que utilice. El actor mediatiza el sentido de la anécdota y de ahí el interés que suscita en Gutiérrez Aragón porque, según afirma en el libro, "El cuerpo cuenta cosas que el guión no cuenta. El actor es un punto de inflexión en el discurso narrativo".
No deja de ser llamativo que Gutiérrez Aragón se fije en el más desatendido, por no decir menospreciado o vilipendiado, de los elementos que componen la recreación de la vida a través del espectáculo. Los actores han tenido, y quizás siguen teniendo, la imagen negativa de gentes frívolas cuando no inmorales, y bien se encargó en tiempos la Iglesia de desacreditarlos. Muy otra es la perspectiva de nuestro autor, que aprecia al máximo la tensión y exigencia de los actores, por lo cual su libro tiene mucho de homenaje a los afectivamente llamados cómicos. Pero no se trata de un reconocimiento trivial, ni de un acto de gratitud a las actrices y actores que mejor han respondido a los requerimientos que planteaba en sus propias películas. Va mucho más allá. Indaga en la capacidad que tienen de encarnar el mensaje narrativo y de convertirse para el receptor en una realidad autónoma. A favor de su visión podría haber recordado un magnífico pasaje de Cien años de soledad. Los lugareños han visto cómo los protagonistas fallecen al final de una película. En una proyección posterior, se encuentran a los mismos actores, vivos, en un filme diferente. No lo aceptan, organizan una trapatiesta y arrasan el local.
En la plasmación de los límites entre verdad y ficción, realidad y mentira que propone un relato cinematográfico los actores desempeñan un papel determinante, y ello da pie a las especulaciones de Gutiérrez Aragón en términos directos: habla de la expresividad de un rostro con independencia de su belleza o fealdad, de la cámara que misteriosamente quiere o no quiere una cara, del valor de la palabra pronunciada y del silencio, de la trascendencia del actor para la verosimilitud del film, de la aportación al mensaje del autor, aunque éste solo quiera utilizarlo como criado al servicio de su historia... Al fin, sostiene Gutiérrez Aragón, lo más inmediato y determinante de una película son los actores.
De ello habla en un tono de infrecuente frescura ensayística por el acierto en conjugar registros expositivos muy distintos. Por una parte, el libro tiene algo de cuento de una experiencia privada que constituye una auténtica autobiografía profesional. De ahí procede un tono de grata sencillez y gran comunicabilidad, reforzado por numerosas anécdotas y por algunas incisivas semblanzas (de Fernán-Gómez, Ángela Molina, Fernando Rey, Ana Belén, Alfredo Landa...). Por otra, este subjetivismo de apariencia ingenua se empareja con una elaboración analítica en la que salen a relucir, sin apenas jerga especializada, doctrinas relativas a la interpretación (el Método de Stanislavski y otras escuelas) y planteamientos semiológicos (Roland Barthes o Umberto Eco, sobre todo).
Así, A los actores convierte un familiar argumentario acerca de la secreta capacidad del arte para representar la vida en casi un tratado de estética, ligero pero lleno de atractivas sugerencias.