Hitchcock y Tippi Hedren en Los pájaros
Las actrices, en general, y las rubias, en particular, de las películas de Alfred Hitchcock han sido estudiadas y examinadas del derecho y del revés. No hay biografía del cineasta ni estudio crítico sobre sus películas que no se detengan en el tortuoso pormenor de las relaciones entre el director y sus estrellas, que no indaguen -con los datos y con el manual del buen psicoanalista en la mano- en el complejísimo entramado de la aproximación hitchcockiana a las mujeres fuera y dentro de la pantalla.Las rubias, desde luego, se llevan la palma, debido a la consolidada suposición de que el contraste entre su frialdad exterior y su supuesta incandescencia interior ejemplifican el juego lúbrico que el católico, puritano y reprimido Alfred Hitchcock se trajo con ellas, haciéndolas objeto de su frenado y, a la vez, desenfrenado deseo. En ese deseo está la fuente de una imaginería erótica en estado de reposo y, al mismo tiempo, siempre a punto de estallar bajo una mirada que, ante la duda de si considerarlas como esposas o como putas ideales, optó por sugerir-según Hitchcock insinuó a Truffaut- que tal distinción estaba de más.
Después de Las damas de Hitchcock (Lumen, 2008), del acreditado especialista Donald Spoto, una molesta y prejuiciosa sensación de "dèja vu" puede asaltar al lector que va a encarar un libro titulado sin sutileza Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock, correcto subtítulo para una obra que se podría haber titulado Las mal amadas (por no decir otra cosa).
Pero ya sabemos que los prejuicios, como otras formas de la pereza, llevan al error. El ensayista y novelista francés Serge Koster (París, 1940) sale más que airoso de su manoseado objetivo. El estudio de Koster se centra en Grace Kelly, Kim Novak, Eva Marie Saint y Tippi Hedren y, correlativamente, en cinco películas por ellas protagonizadas: La ventana indiscreta, Vértigo, Con la muerte en los talones y, en el caso de la última, Los pájaros y Marnie, la ladrona.
La primera virtud del libro de Koster -y llave de todas las demás- radica precisamente en eso, en centrarse, en ponerse límites. En centrarse, sí, para concentrarse con intensidad en las consecuencias visuales -tantas veces dotadas de restallante poder simbólico- del ingobernable deseo hitchcockiano que, precisamente al ser gobernado, adquiere la condición de bomba de relojería.
Nada, pues, de chismes de plató sobre las maniobras del seboso Hitchcock para seducir a sus estrellas y compensarse de los inexistentes placeres del lecho y del sofá compartidos tediosamente con su escueta esposa. Para eso están las biografías. Koster va al grano, a las escenas, a los diálogos, a las imágenes de la pantalla, a la tirantez de esas costuras cosidas por Hitchcock y siempre a un segundo de reventar. Porque si las rubias están ahí, admirables como son, para ser admiradas, la perversión hitchcockiana decreta constantemente -aunque dilatando el tiempo de espera- que su destino es la posesión o el castigo. O ambas cosas a la vez, bien lo sabe la Tippi Hedren asaltada por las gaviotas que la picotean y violada por Sean Connery.
Serge Koster sale triunfante por varios motivos: por ser un analista y un especulador agudo y con recursos culturales procedentes de disciplinas diversas (y no un cinéfilo bobalicón), por contagiarse y vivir en propia piel el deseo de Hitchcock y por poner empeño en el logro de un texto tan interpretativo como sañudamente literario. Tipo listo, Koster sabía que la concentrada brevedad era su aliada para que, en su libro -incluso cuando se adentra en el contexto del matrimonio, la virilidad poco eficiente de los hombres o el papel de las madres- todo fuera carne.