Peter Sloterdijk. Foto: Peter Rigaud
La obra del filósofo Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947), tan incitante como polémica, tiene como uno de sus temas recurrentes la crítica de la modernidad: algo que pone nerviosos a quienes tachan de reaccionario todo cuestionamiento del legado moderno. Así ha ocurrido con este nuevo libro suyo, atacado en la prensa alemana por responsabilizar a la Ilustración de haber liquidado la estabilidad de un orden que garantizaba la transmisión, sin roturas, de los antiguos valores y jerarquías. En rigor, con esto Sloterdijk no discrepa tanto de la propia autoconciencia moderna. Pero de ello se ha querido deducir su presunta añoranza de viejos modos aristocráticos, condenándolo sin paliativos.El verdadero problema radica más bien en que el libro, escrito con la brillantez que caracteriza a este gran prosista filosófico -y que la excelente traducción de Isidoro Reguera permite disfrutar en castellano- se demora hasta tal punto en la recreación de anécdotas, personajes y momentos emblemáticos de la historia universal, que apenas si desarrolla con la debida consistencia teórica la idea-fuerza que lo inspira.
Esta idea es bien clara: para Sloterdijk, las formas de gestionar el malestar ante la existencia difieren considerablemente en el mundo premoderno y el moderno. Los griegos ingeniaron la paideia para preservar su cultura cuando comenzaron a detectar signos alarmantes de que los hijos ya no querían seguir los pasos de los padres. Pero en la modernidad se ha agudizado este ansia de ruptura con el pasado. Desde entonces, vivimos en un horizonte de mundo donde se suceden los enfants terribles, que rompen con tradiciones y genealogías, desafiando la autoridad paterna y buscando desaforadamente crear a partir de sí mismos. Es ésta, más que el sistema monetario, la ciencia, el arte o los medios de masas, la herencia paradójica que Europa ha transmitido al resto del planeta: "el fatuo mensaje de la superfluidad de toda herencia", que amenaza con coagular los mecanismos reproductivos de una cultura.
Sloterdijk vuelve así del revés la imagen autocomplaciente de la libertad moderna y escruta su lado más sombrío. Para ello, comienza con una exégesis del concepto cristiano de pecado original, retrata a Madame Pompadur como figura que despide la vieja dinámica civilizatoria, señala después a críticos de la Revolución francesa como De Maistre y despliega una extensa tipología de hijos terribles, empezando por Napoleón y concluyendo con Hitler o Lenin, sin olvidar a ilustrados, artistas, inventores, políticos o economistas.
Su propósito de contrastar la lectura demasiado luminosa de cuanto supone esta quiebra de los lazos entre tradición y futuro posee sin duda un efecto esclarecedor. Como lo tiene su reivindicación del papel de la jerarquía en todo genuino aprendizaje. Pero desatiende demasiado el valor emancipatorio de las luchas y reivindicaciones sociales que han atravesado a la modernidad. Sin eso, la revuelta ética propuesta en su anterior trabajo, Debes cambiar tu vida, enfocada únicamente al individuo, corre el riesgo de dar la razón a sus críticos.
En medio del confuso panorama del presente, se tiende a investir de prestigio a cualquier voz disidente que no suene a más de lo mismo. Aficionarse entonces al efectismo apocalíptico es fácil. Pero no deberíamos ahorrarnos una conciencia histórica más temperada, que reconozca la necesidad de ingeniar mediaciones si se quiere salvar lo que queda de la cultura europea y no gritar un "¡sálvese quien pueda!" por vía de la antropotécnica, el neomanagement o cualquier otra receta new age.
Me temo que en esta tentación de huida, sea a la patria exótica, a la creación ex nihilo de otro orden social o a la transformación solipsista de la propia vida, Sloterdijk no está solo. Al menos, él lo hace con cierta ironía.