Muckcrakers, pioneros del periodismo de investigación

Ariel. Barcelona, 2015. 582 páginas, 22'90€, Ebook: 12'99€

Durante las primeras dos décadas del siglo XX en Estados Unidos nació, se desarrolló y murió un movimiento periodístico formado por hombres y mujeres que confundieron la pluma con un rastrillo, el periódico con un capazo de inmundicia, el mundo político-financiero con una parcela abonada y la denuncia con el único género urgente al que debía entregarse un reportero con sensibilidad social y talento expositivo. Fueron los muckrakers, cuyas piezas fijaron a golpe de escándalo el canon del periodismo de investigación, y propiciaron algunas reformas de esas que sí justifican la condición de garante de la democracia que tan gratuitamente se arrogan plumillas de sigla o tertulianos de show.



Vicente Campos entrega una antología imprescindible que no solo selecciona sino también aporta el contexto sociopolítico y el perfil biográfico de cada articulista. El lector acaba inmerso en una época fitzgeraldiana de magnates intocables, editores lunáticos y plumillas orgullosos decididos a barrer la porquería de América desde la Olivetti.



Fue Roosevelt quien acuñó el término de muckrakers -"rastrilladores"- en un discurso de 1906 donde revuelve interesadamente el periodismo digno que señala a los corruptos con el sensacionalismo de los "daltónicos morales" que solo miran al suelo y nunca al cielo del sueño americano. Los muckrakers no eran activistas ni militantes ideológicos más allá de una vaga adscripción progresista: eran reformadores vocacionales de clase media o alta con acceso a los salones donde los capos de los trusts se repartían la nación comprando a los legisladores, adaptando las leyes a sus intereses empresariales, sometiendo a sus trabajadores a condiciones dickensianas y diseñando estafas para saquear al contribuyente.



El éxito de estos muckrakers abona la fructífera connivencia entre idealismo y mercantilismo que caracteriza las épocas más doradas de la prensa: cuanta más corrupción se denunciaba, más periódicos se vendían, y así la toma de conciencia de la sociedad crecía a la vez que la cuenta de resultados de Hearst, el Kane de Welles que cambió los códigos del oficio para siempre. Fue el inventor del amarillismo -alentó la guerra de Cuba y, una vez declarada, desplegó un regimiento de corresponsales al frente de los cuales se puso él mismo- pero también quien elevó los salarios, protegió la libertad de expresión de sus periodistas, acondicionó las redacciones e instauró el método de la oferta irrechazable para desarmar al competidor, lo que colocó a la firma de prestigio en el centro del negocio.



Ahora que internet ha reventado la industria periodística tradicional, asistimos a un retorno a los orígenes facilitado por los vistosos coletazos de la cleptocracia española: hoy se entabla en el ámbito online una lucha parecida a la de principios del XX por el posicionamiento y la competencia, con muckrakers de confidencial destapando escándalos a la vez que fijando marca.



Lo que quizá falta es el talento de entonces. El dandismo deslenguado a lo Wolfe o Talese de David Graham Philips, que desenmascaró en Cosmopolitan al Senado corrompido por su jefe Aldrich. La tenacidad de la sufragista Ida Tarbell, que se pasó cinco años investigando a ese leviatán que fue la Standard Oil de Rockefeller. La mordacidad de Bitter Bierce, o la ironía filantrópica de Mark Twain. La alucinante bajada de Upton Sinclair a los infiernos de los mataderos de Chicago, donde los obreros dormían sobre mesas para que las ratas no se los comieran, y en invierno metían los pies en los cadáveres aún tibios de las reses evisceradas (y adulteradas químicamente) para calentarse. Las series de Steffens sobre la corrupción municipal, que anticipan el Baltimore de The Wire. Las infraviviendas del sur de Manhattan donde se hacinaban los inmigrantes retratados por Riis, Russell y Bly. El fraude de las panaceas que reveló Adams. O la ingeniería financiera de Wall Street que Lawson, arrepentido, detalló después de haberla gozado.



En la mitología americana los muckrakers vendrían a ser otro eslabón en la cadena civilizatoria que arranca de los pioneros del Mayflower y pasa por los conquistadores del Oeste: ellos desbrozaron la selva del capitalismo industrial no con fuertes y diligencias sino con periódicos y revistas.



Su declive lo motivó no tanto la autocorrección del sistema, que también, como el cansancio del público burgués, traumatizado por la Gran Guerra y deseoso de abrazar los happy twenties. Es la paradoja de la prensa de combate, que muere cuando cumple su cometido, como los tábanos.