Borrados demuestra sobre el terreno que las autoridades actuales ucranianas han completado una tarea iniciada durante la doble ocupación nazi y soviética: el borrado de todo rastro judío en una región que, hasta el Holocausto, se distinguió por su carácter multiétnico. En la Galitzia Oriental -actual Ucrania Occidental- convivían, entre otros, polacos, judíos y ucranianos, la mayoría de estos últimos en las zonas rurales. El ejemplo de Lviv, antes de la guerra un efervescente centro cultural y económico, da una idea de la composición de sus ciudades: en 1933 un 45% de su población era judía. Pero en Lviv hoy se recuerda sólo a los "mártires de la patria" caídos durante el terror nazi primero y durante el soviético después. En Brodi -ciudad natal de Joseph Roth-, Drogóbich o Sambir, por citar solo tres casos, las matanzas nazis se recuerdan con símbolos católicos, y en plazas y parques se ensalza a los nacionalistas ucranianos muertos, muchos de los cuales -como los correligionarios del héroe nacional Stepan Bandera- tienen acreditada su participación en los pogromos de 1941, cuando los alemanes invadieron la región. Antes de huir, los rusos habían dejado un rastro de ejecutados que los alemanes aprovecharon para avivar el odio contra los judíos, a quienes la propaganda antisemita situó siempre al lado de los comunistas.
Los ucranianos han de honrar a sus millones de muertos, señala Bartov en su libro: es comprensible y necesario. Pero este derecho, añade, no justifica "la ignorancia y el abandono, el deterioro y el olvido" en que han dejado caer su huella judía, dando lugar a la recreación de un pasado incompleto y, por lo tanto, falso.
@albertogordom