Giuseppe Fiori

Traducción de Jordi Solé Turá. Capitán Swing. Madrid, 2016. 392 páginas, 20€

Cuando Gramsci, ya elegido diputado, volvió a su Cerdeña natal para predicar entre los campesinos la doctrina revolucionaria, uno de ellos le desconcertó con su lógica rústica: "¿Pero por qué después de haberte marchado de Cerdeña por lo pobre que es, te has metido en un partido de pobres?" Es la coherencia radical la clave biográfica del líder histórico del comunismo italiano. En Gramsci la vocación política equivale pronto a misión existencial, se prodiga con la determinación de un San Pablo rojo y culmina con lúgubres tonos de martirio laico.



Legó su brillantez teórica a pesar de una vida corta y cruel hasta la exageración, y uno sospecha que es precisamente el ejemplo de su temple humano ante la adversidad -más allá de su agudeza- lo que amplificó la potencia de su legado. El nombre de Gramsci vuelve a ponerse de moda en España por algunos dirigentes de Podemos que se han puesto bajo su advocación intelectual y su magisterio estratégico, pero cabe matizar que la estatura política del italiano es a la de Iglesias o Errejón lo que la música de Wagner a la de Pablo Alborán.



Nació cuarto de siete hermanos en una pequeña aldea de una isla sometida todavía a condiciones feudales. Su padre ya sufrió cárcel por motivos políticos, dejando a la familia en la miseria y convirtiendo a su madre en ejemplo de coraje. Para colmo, Antonio había nacido con una tara: era jorobado y no superaría el metro y medio. Pero hizo del complejo físico virtud, forjando ya de niño una voluntad de superación inquebrantable y cultivando la mente con la lectura. Destacó pronto en la escuela y sus padres reunieron posibles para que el chico tuviera carrera académica. Las revueltas mineras en Cerdeña despertaron en él la conciencia socialista, compaginándola con un sardismo pronto superado en aras del internacionalismo. Pero fue durante su etapa universitaria en Turín cuando Nino rompió en Gramsci: alumno aventajado, periodista mordaz, militante férreo, joven maestro para sus camaradas y, finalmente, fundador de un PCI emancipado del socialismo. Se casó con la violinista rusa Julia Schucht y tuvo dos hijos, pero su compromiso político no le permitió apenas un día de rutina familiar. A los 33 ya era diputado, se carteaba con Lenin y viajaba a Moscú a empaparse de bolchevismo; a los 35 fue detenido por Mussolini.



En la cárcel, en un alarde de fortaleza espiritual realmente admirable, atacado por la tuberculosis, la arterioesclerosis y el mal de Pott, apartado de su familia y aislado del Partido, compuso sus famosos 32 Cuadernos. Solo salió de prisión para morir a los 46 años en un hospital de Roma, tras una penosa degradación física.



La biografía de Giuseppe Fiori pasa por canónica, y es un modelo de rigor documental y concisión expositiva. Fiori contiene la admiración por el ilustre paisano y su lucha, y va intercalando con buen sentido jugosos fragmentos de correspondencia propia y testimonios ajenos, de modo que el retrato del personaje nazca de su propia voz o la de sus allegados. Alterna Fiori el plano humano con el político pero concediendo prioridad al segundo. Como habría querido su biografiado, que queda como un combatiente del ideal abstracto -el propio estilo de Gramsci es de una aridez técnica muy de escuela, opuesto a la fanfarria fascista hasta en la sintaxis-, solo matizado por las dolientes cartas de amor a su remota Julia. Quizá el lector habría preferido menos prolijidad en lo tocante a la cronología del PCI y mayor contexto general. El autor evita casi con higiene marxista el apunte psicológico o sentimental; pero es Fiori, no Montanelli. La traducción, ¡de Solé Tura!, es impecable.



Antonio Gramsci actualizó a Maquiavelo (el Príncipe es ahora el Partido) y reinterpretó a Lenin con un enfoque propio. Corrigió el determinismo mecanicista de Marx con el idealismo de Benedetto Croce: es el hombre, y no las fuerzas ciegas de la economía, el que hace la historia.



En Rusia había bastado con una guerra convencional de maniobras para que triunfase la revolución proletaria; pero en lugares donde el Estado burgués es fuerte, lo primero es ofrecer una hegemonía cultural a las clases explotadas mediante una paciente guerra de posiciones y propaganda (Gramsci fue ante todo periodista), buscando alianzas de clase y evitando el sectarismo que divide las fuerzas, aunque se caiga en contradicciones. ¿Les suena?



@JorgeBustos1