Mariano Sigman. Foto: José Romero

Debate. Barcelona, 2016. 192 pp., 16'95€, Ebook: 12'34€

El conocimiento no empieza por los sentidos, y desde luego no por la vista. Si le damos a un bebé un chupete con forma redondeada o puntiaguda a oscuras y después ponemos sobre la mesa ambos chupetes, el niño es capaz de reconocer el que tuvo en la boca. Con este sencillo experimento, el psicólogo Andrew Meltzoff mostró que una representación visual puede conformarse a partir de una experiencia táctil. La mente no es una “tabla rasa” al nacer, como suponían los empiristas. Heredamos ciertas predisposiciones sólo por pertenecer a la especie, incluyendo nociones matemáticas, rudimentarias ideas de la propiedad personal y algunas concepciones de razonamiento abstracto que, según una corriente, permiten comparar la curiosidad infantil con el método científico o incluso de los filósofos (de ahí los programas “Philosophy for children”). Esto no implica que la educación o el aprendizaje no cuenten. De hecho, Sigman discute cosas como el “mito del talento genético”.



El cerebro como una hoja en blanco es sólo una de las ideas erróneas que ayuda a corregir el libro de Mariano Sigman, físico y neurocientífico nacido en Argentina, donde dirige el Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la universidad de Buenos Aires. Sigman, autor de La vida secreta de la mente, también dirige el programa “Toma de decisiones”, del Human Brain Project.



Nacemos incluso con ciertas concepciones rudimentarias de la justicia y moralidad. Los experimentos con marionetas de Karen Wynn muestran que los niños de un año son capaces de atribuir intenciones morales en los objetos, de reconocer a los malhechores, y de alegrarse si reciben su merecido. Eso sí, los niños son también “particularistas” innatos: miran más a las personas que tienen un acento similar al suyo, o hablan su lengua materna, y están más dispuestos a aceptar juguetes de quienes perciben como más semejantes. Esto imprime una marca en el desarrollo individual, según Sigman: “En general, los chicos a lo largo de su desarrollo eligen relacionarse con el mismo tipo de individuos al cual habrían dirigido preferencialmente su mirada en la primera infancia.”



La arquitectura de nuestro cerebro y las huellas de la evolución humana también se dejan sentir en el modo en que decidimos. Estas decisiones casi nunca son “racionales” del todo, suelen resolverse sobre la base de información incompleta y sesgada, de “corazonadas”, que dice el autor, recuperando a los insuperables Les Luthiers: “El que piensa pierde”. Sigman explica con detalle cómo el cerebro decide “por medio de una carrera en la corteza parietal” traducida en actividad eléctrica que, cuando alcanza un umbral determinado, da lugar a lo que llamamos “decisión”.



En esta carrera la razón es un invitado tardío, como muestran los sorprendentes experimentos de Benjamin Libet, pues buena parte de las decisiones tienen lugar en un ámbito inconsciente, vulnerable a los sesgos cognitivos (de confirmación, efecto Halo, ceguera a la varianza...) y a la presentación subliminal de estímulos. A veces son las preguntas las que determinan las respuestas, como bien saben los expertos en marketing político y comercial. En los países donde se pregunta a un posible donante de órganos “Si usted quiere donar órganos, firme aquí”, casi nadie firma el documento. La cosa cambia variando la pregunta: “Si NO quiere donar órganos, firme aquí”.



Las preguntas ganadoras son aquellas bien orientadas hacia lo que se considera deseable de antemano, pero la trampa sólo se puede salvar después de un cálculo frío. Aunque el racionalismo tiene mala prensa, los argumentos emocionales no siempre funcionan. Como subraya Sigman “un juez empático tiende a ser más benévolo con las personas a las que considera más atractivas o de rasgos familiares”. Así llegamos a un sitio espinoso, pues, como apunta Sigman, “generar creencias que van más allá de lo que señalan los datos es un rasgo común de nuestro cerebro”.



Freud acertó al sugerir que la conciencia racional era una capa superficial de un fenómeno más vasto y profundo, pero sólo recientemente empezamos a entender cómo se relaciona esto con la biología humana. Nos encontramos aún, como afirma Sigman -haciendo un paralelo entre la teoría del calor y la conciencia- “entre Lavoisier y Carnot”, es decir, somos capaces de detectar y manipular la conciencia, pero la ciencia aún no es capaz de desentrañar su física fundamental. Pero está camino de ello.