Ricardo Piglia. Foto: Edgardo Gómez
Hace un año, cerraba mi reseña del primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi, subtitulado ‘Años de formación', diciendo que Ricardo Piglia (Adrogué, 1940) había dejado sentadas en esas páginas las bases para que la segunda entrega incidiera en su estudio de esa "forma maniática de ir muriendo" (me temo que acabo de autocitarme, pero entiéndase sólo como un recordatorio del episodio anterior) que supone saberse o erigirse en escritor. Y en efecto, la coherencia de su trayectoria literaria que ya conocíamos tiene un paralelismo en la coherencia interna de estos cuadernos que le han acompañado durante décadas, no en vano el autor declaró en entrevista con Ana Solanes (recogida en un fantástico libro de ensayos piglianos, La forma inicial, Sexto Piso) que "digo siempre -otra vez un chiste, para decir la verdad- que uno escribe para saber qué es la literatura".El nuevo tomo, que abarca de 1968 a 1975 y lleva la cabecera ‘Los años felices' (quizás con ironía kafkiana a propósito de la relación entre vida privada y entorno político, porque vaya años para Argentina), es en efecto otra prueba de la obsesiva e irrenunciable voluntad del autor de constituir una estrategia, un tono y un estilo narrativos que sean al mismo tiempo: personales; reinterpretativos del canon de su país; vanguardistas en sentido amplio y no coyuntural (en un momento dado, Piglia ensalza las ventajas de leer los libros-que-hay-que-leer cinco años más tarde que sus compañeros de época, y cuestiona sin parar la vanguardia que sólo vale para ser "futura academia"); políticos en un sentido profundo de lógica interna, no en lo anecdótico; y reflexivos en torno a las conexiones entre verdad y falsedad en el campo de la escritura y la lectura.
Y esto último es lo que convierte a los Diarios no sólo en un laboratorio o un astillero del narrador (que a menudo lo es), no sólo en una acumulación textual subsidiaria de las obras importantes, sino obra vertebral y centro de mando de la producción pigliana. Como en el primer volumen, aquí se acentúa la sensación de que estas páginas no necesitan mentir ni falsear los hechos para constituirse en ficción o, mejor, en algo similar y ambiguo: Renzi es Piglia pero es un añadido a Piglia, es algo más sin dejar de ser una confesión. De pronto, este diario se escribe en tercera persona, se modula con fórmulas de microrrelato o de esbozo para un relato; pero esos pasajes no resultan menos ‘personales' que los otros en primera persona, tal vez porque buscan una distancia racional, narrativa, doble. Escribe Piglia: "para mí la ficción se define por la fórmula ‘el que habla no existe', aunque diga que se llama Napoleón y esté diciendo o contando sólo la verdad. Está en juego la creencia del lector, que es quien decide si recibe un relato como verdadero o falso, como real o imaginario". Pues bien, en Los Diarios de Emilio Renzi el juego no se detiene, aunque sus reglas experimenten variaciones.
Entre esas reglas particulares está la conciencia absoluta de género que manifiesta aquí la escritura de Piglia, cada vez más exigente y afilada, capacitada para alternar ironía y contundencia, análisis y confidencia, socialización y reclusión creativa: "pocos contactos, incluso con la irrealidad (en estos días)". Piglia/Renzi, que en un prólogo escrito hoy y titulado "En el bar" recuerda que el único sentido definitorio de un diario es "la ordenación según los días de la semana y el calendario", dedica sin embargo muchas notas, a lo largo de los años, a pensar el género, a definirlo como monólogo, "cadena de eslabones finos", "libro para ser leído después de la muerte", etc.Renzi es Piglia pero es algo más sin dejar de ser una confesión. Los diarios nunca fueron un área de descanso para él
También piensa en el escritor contemporáneo, en su función: ¿es un espía, un cronista, un testigo? Si lo fuera, el mundo que Piglia espía en los años que nos ocupan está constituido por varias generaciones de escritores argentinos buscando su literatura (en el mejor de los casos) o su lugar (en el más rutinario de los casos).
En ese contexto, Piglia devora cine y novela negra, toma distancias siderales respecto de Cuba o las formas más rudimentarias de militancia izquierdista, admira a Puig, Piñera o Bianco, lee clásicos del diarismo occidental, cae en la promiscuidad cuando la monogamia colapsa, y afina su interlocución con Arlt y Borges; su forma de pensar la propia literatura frente a la de ellos, o de confrontarlos entre sí, está en el origen de algunas de sus mejores páginas de ficción (por cierto, propuesta de ejercicio lúdico: dado que Piglia confiesa que le gusta "el sistema de condensar el estado de una literatura a partir de dos poéticas enfrentadas", jugar a comparar las dos formas obsesivas, pero disímiles, de cerrar las ventanas cuando llueve afuera en el Piglia de estas páginas y el César Aira del reciente Artforum).
Que la publicación de estas notas haya arrancado en 2015 es consecuente con la concepción del diario que exhibe el autor, pero eso es compatible con la conciencia constante de estar escribiendo una obra: esto nunca fue un área de descanso para Piglia, que llega a planificar, en un apunte de 1970, qué año debería cerrar el primer volumen de su diario en caso de publicación. El plan ha sido escrupulosamente respetado tres décadas y media después. En 1975, cuando se cierra el tomo que nos ocupa, Piglia acaba de publicar el fundamental Nombre falso y el mercado editorial le paga el doble si escribe una monografía sobre Borges que si propone una ficción propia. El lector queda a la expectativa del tercer, y definitivo, volumen.