F. Rafael del Pino

Turner. Madrid, 2016. 332 páginas, 24,70€

El historiador británico Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950) ha escrito este libro para intentar responder a una pregunta elemental y a la vez difícil: ¿Por qué cambiamos? "Para cuando entramos en el agua", dice el historiador, "y metemos el pie en el río, la corriente ha dejado de ser la misma". Aún nos zambullimos en el río de Heráclito.



Los candidatos básicos para explicar el cambio histórico son la naturaleza y la cultura. Una imperfecta distinción: la naturaleza influye en la cultura y en el ambiente, y a su vez la cultura es influida por la naturaleza. Así que los llamados "determinismos" dependen de la prioridad otorgada a ambos polos explicativos.



El determinismo biológico se remonta a Aristóteles, que argumentó en defensa de la esclavitud. Faltaban siglos hasta al padre Las Casas: "Todos los pueblos de la raza humana son humanos". Hoy esto parece obvio, pero no siempre ha sido así. En otro tiempo las doctrinas del conde de Gobineau subrayaron la jerarquía racial de nuestra especie. Darwin mismo creía en la existencia de razas humanas, si bien era contrario a la esclavitud, y sugirió un origen único para los humanos.



Aunque los darwinistas se llevaron la peor fama, los deterministas ambientales tampoco aliviaron la carga de los explotados. Para George-Louis Buffon, por ejemplo, América era un "hemisferio horrible y corruptor". Y según un seguidor de Buffon, de Pauw, "la tristeza de los bosques" explicaba la melancolía de los siberianos. Marx pretendió dar un drástico giro al sugerir un modo científico de interpretar la historia: el materialismo histórico, pero apenas trató de biología o fisiología. Es Darwin quien ostenta el mérito de poner al hombre en línea con el reino animal y evidenciar la importancia del ambiente para crear diversidad. Pero es cierto que el darwinismo a su vez originó formas de determinismo biológico.



En el siglo XX Franz Boas y sus seguidores lideraron la reacción, si bien actuaron también movidos por ideas morales, pues criticaban la idea de que unos pueblos fueran superiores a otros. El precio es el relativismo cultural, nueva ortodoxia que divorcia la antropología física de la cultural.



Precisamente para hacer justicia al entorno surgiría la ecología histórica de Alastair Crombie. Este enfoque comprende el cambio humano en el contexto del entorno ecológico, llamando la atención hacia el agotamiento de los recursos, el cambio climático o los excesos del consumismo. Por otra parte, la etología, la genética y la incipiente Inteligencia Artificial prepararon lo que Edward O. Wilson llama "nueva síntesis"; perspectivas que desafían las concepciones humanistas y agudizan la crisis del determinismo cultural. De nuevo las tornas favorecen a la naturaleza.



Richard Dawkins inventa en este sentido la memética, equiparando el cambio cultural con el biológico, y sugiriendo que las ideas se difunden como los genes. Fernández-Armesto prefiere la llamada "teoría de la difusión" de Everett Rogers. Las innovaciones culturales no se replicarían como los genes. Para entender por qué una innovación triunfa necesitamos entender el sistema de tabúes culturales. La "cultura" tiene dinámica propia. El hombre no es la única especie en la que hay diferencias culturales, y los candidatos para explicar nuestra especificidad -arte, moralidad o lenguaje- no dejan de tener antecedentes. Lo específicamente humano radicaría en la "historia", algo "demasiado lioso" pues a diferencia del cambio biológico, aquí abundan azar y consecuencias inesperadas.



En la historia el impacto de los genes es tan reducido, nos dice, que parece casi "la supervivencia de los menos preparados", con errores sistemáticos inexplicables para el adaptacionismo. Pero la evolución biológica también origina adaptaciones fallidas (¡evolución no es igual a progreso!), lo que abre una puerta a un estudio conjunto entre biología y cultura. Eso sí, nunca se trata sólo de ciencia. También entran en juego prejuicios morales que nos dividen.



Las teorías del cambio cultural tocan fibras sensibles. Fernández-Armesto nos advierte de que las teorías evolucionistas "son del agrado de los políticos autoritarios", si bien esto es harto discutible, como han explicado en otros lugares Steven Pinker o Jonathan Haidt.



Alcanzar una teoría del cambio histórico que esté libre de "prejuicios", sea definitivamente científica, y unificada, a fin de cuentas aún no está a la vista, aunque, en un panorama general, algunas aproximaciones sean más prometedoras que otras.