Patti Smith. Foto: Antonio Heredia

Traducción de Aurora Echevarría. Lumen. Barcelona, 2016. 312 páginas. 20,90 €, ebook: 12,99 €

Mucha gente, especialmente los que llegaron a la mayoría de edad en la década de 1970, ven en Patti Smith (Chicago, 1946) a una inimitable poeta punk-rock con una voz innovadora imposible de olvidar. Pero la cantante también es una persona normal. M Train, sus nuevas memorias, se puede interpretar como un ruego para que se la reconozca como tal. Como el resto de nosotros, la gente corriente, ella también soporta las frustraciones y las banalidades de la vida cotidiana y mantiene a raya la desesperación a base de series policíacas de televisión, gatos y cafeína.

Se identifica sin excusas con los detectives de The Killing y CSI: Miami. “Adopto sus formas de proceder”, explica. “Sufro sus fracasos y reflexiono sobre sus movimientos mucho después de que haya acabado el episodio, ya sea en tiempo real o volviendo a ponerlo”. Sus gatos no son mimosos y decorativos, sino auténticos. Uno de ellos la despierta por la mañana vomitando en el borde de su almohada. La droga favorita de Smith es el café solo. Gran parte de M Train transcurre en diferentes cafeterías, y el lector puede cartografiar el efecto que tiene la sustancia en la imaginación de la autora. Con cada sorbo, su mente se despierta y sus meditaciones se hacen más profundas.

Mientras que Éramos unos niños, las memorias publicadas en 2010, describían la trayectoria de Smith desde su infancia hasta la fama, M Train no avanza de un destino al otro en un simple arco. Serpentea entre su vida interior y su vida en el mundo conectando sueños, reflexiones y recuerdos. El lenguaje rico e inventivo de la autora seduce al lector y lo conduce por su impredecible senda. Smith no endosa a las emociones las etiquetas que le convienen; las disecciona y se niega a despachar su “ligero pero persistente malestar” calificándolo de depresión. Más bien es “una fascinación por la melancolía a la que doy vueltas en la mano como si fuese un pequeño planeta veteado de sombras, insoportablemente afligido”.

Éramos unos niños fue una elegía a Robert Mapplethorpe, el fotógrafo que ayudó a crear la imagen característica de Smith ideando y fotografiando el retrato andrógino de la carátula de Horses, su álbum de presentación. También fue su amigo querido y un compañero artista que luchaba por el reconocimiento. A pesar del relato conmovedor de su prematura muerte de sida, el verdadero clímax de la historia de ambos tiene lugar en la calle Ocho, en Greenwich Village, cuando oyen Because the Night -el sencillo de Smith situado entre las 20 primeras posiciones de las listas de éxitos- retumbar desde los escaparates de todas las tiendas. “Te has hecho famosa antes que yo”, suelta Mapplethorpe.

El tema de M Train no es tanto cómo se logra el éxito, sino cómo se sobrevive a él. A sus 68 años, Smith ha vivido más que muchos de los compañeros que la apoyaron en su juventud. La autora llora la muerte de su marido, Fred Sonic Smith, fallecido en 1994, y de su hermano Todd, que murió exactamente un mes después. Sus dos hijos, nacidos en 1982 y 1987, ya son adultos. Se lamenta por la desaparición de artistas con los que se sintió conectada cuando estaban vivos, como William S. Burroughs y Paul Bowles. Y, en una escena que toca una fibra universal, se duele de la muerte de su madre. En las Navidades de 1993, cuando Smith estaba cuidando de su marido moribundo, su madre le regaló un ejemplar en perfecto estado de la edición de 1909 de The Little Lame Prince [El principito cojo], uno de los libros infantiles favoritos de Smith. Dentro de él, con mano temblorosa, había escrito: “Nosotras no necesitamos palabras”. Décadas más tarde, la cantante se tropezó con el libro y se echó a llorar. El mensaje de su madre “me llenó de añoranza”, cuenta. “Mamá, dije en voz alta, y me acordé de ella interrumpiendo de repente lo que estaba haciendo, a menudo en el centro de la cocina, e invocando a su propia madre, a la que perdió cuando tenía 11 años”.

Aunque Smith hace hincapié en su identificación con la gente corriente, en M Train no faltan del todo las aventuras que cabe esperar de una artista de vanguardia internacionalmente famosa. Por ejemplo, para celebrar su primer aniversario de boda, Smith y su esposo viajaron a San Lorenzo de Maroni, la colonia penal de la Guayana Francesa a la que se enviaba a los presos antes de embarcarlos hacia la isla del Diablo. Fueron a recoger piedras para Jean Genet, que había idealizado a los presos de San Lorenzo, pero que, para su desilusión, cumplía condena en otro sitio. (La colonia penal se clausuró en 1938 debido a sus prácticas inhumanas).

El relato de Smith alcanza su máxima ternura cuando habla de los años con su familia en Detroit y de la muerte de su marido. Tras el nacimiento de su primer hijo, ella se sumergió en la literatura japonesa

Genet murió en 1986, antes de que Smith pudiese regalarle las piedras, pero, al cabo de unos años, cuando estaba participando en una conferencia en Tánger, las depositó amorosamente en la tumba de Genet en Larache, a unos 95 kilómetros. Smith tuvo otra aventura en Islandia después de obtener permiso para fotografiar la mesa en la que Bobby Fischer, el excéntrico campeón de ajedrez estadounidense, había derrotado a Boris Spassky en 1972. Después de hacer sus peculiares polaroids, recibió una llamada del guardaespaldas de Fischer invitándola a reunirse con el ajedrecista a medianoche en el comedor del hotel. Ella aceptó. Sin embargo, al principio no hicieron buenas migas. Fischer escupió “una retahíla de referencias obscenas y repulsivas sobre la raza”, pero Smith rechazó sus malas pulgas (“¿Sabe qué le digo? Que está perdiendo el tiempo”, le respondió. “Puedo ser tan repugnante como usted, solo que sobre otros temas”), así que enseguida se entendieron y acabaron cantando a coro canciones de Buddy Holly, cosa que dejó atónito al guardaespaldas de Fischer. Cuando el jugador “hizo un intento de cantar el estribillo de Big Girls don't Cry en falsete” , recuerda Smith, el guardaespaldas llegó en tromba preguntando: “¿Va todo bien, señor?”.

En el centro de M Train está el paso del tiempo, cómo los lugares y los sucesos pueden tener significados distintos en las diferentes etapas de la vida de una persona. En ninguna otra cosa resulta tan evidente como en la relación de Smith con Casa Azul, el que fuera el hogar de Frida Kahlo y Diego Rivera en México, actualmente convertido en museo. En 1971, cuando la artista estadounidense hizo su primera peregrinación al lugar, estaba “cerrado por reformas”. Se quedó “desconcertada delante de las grandes paredes azules” y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Lo que hizo fue hacerse mayor y famosa, y esperar un par de décadas a que la invitasen a dar una conferencia en el museo. Antes de su intervención, Smith fotografió las emblemáticas posesiones de Kahlo: sus “muletas, su cama y el esbozo de una caja de escalera” que irradiaban “la atmósfera de la enfermedad”. Lamentablemente, también Smith irradiaba enfermedad, posiblemente porque se había intoxicado con algo que había comido. Pero igual que, en su momento, Kahlo se mantuvo firme en el dolor, así lo hizo ella.

El estilo de Smith tiende a un monólogo interior visual: “Las imágenes tienen su propia manera de desvanecerse y, de repente, reaparecer arrastrando el gozo y el dolor ligados a ellas como las latas que traquetean detrás de un coche nupcial de los de antes”. No obstante, parece que le atrae un estilo de escritura muy bien estructurado que es el extremo opuesto del suyo. Este incluye las series policíacas, con sus hilos argumentales entrelazados y sus resoluciones inequívocas. “Los poetas de ayer son los detectives de hoy”, remacha Smith. “Dedican su vida a husmear en busca del enésimo verso, cerrar el caso y marcharse exhaustos y renqueantes hacia la puesta de sol”. Cuando tienen un crimen que resolver, lo resuelven, lo cual calma su ansiedad. Ella disfruta con el “agradable zumbido de un maratón de Ley y orden”.

El relato de Smith alcanza su máxima ternura cuando habla de los años con su familia en Detroit y de la muerte de su marido todavía en la cuarentena. Tras el nacimiento de su primer hijo, ella se sumergió en la literatura japonesa. Él aprendió a volar y obtuvo su licencia de piloto, aunque, tristemente, su salud estaba demasiado deteriorada como para pasar mucho tiempo en el aire. Las descripciones de los últimos días de su esposo, aunque lejos de toda sensiblería, son desgarradoras. Smith es una persona normal. La fama no puede protergerla de la pena.

El día en que su marido ingresó en el hospital, se desató una feroz tormenta sobre Detroit. Era Halloween. “Los niños corrían por las negras calles empapadas de lluvia con impermeables encima de sus disfraces”, relata. “Nuestra hija pequeña se fue a dormir con su disfraz puesto, creyendo que su padre lo vería cuando volviese a casa”. Pero no volvió. Murió a los cuatro días.

© New York Times Book Review