Retrato de Álvaro Delgado
En el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 1916-Madrid, 2000), la publicación de la correspondencia que mantuvo con el narrador Vicente Soto (Valencia, 1919-Madrid, 2011) no sólo arroja una inusitada luz sobre la intimidad y las preocupaciones del conocido dramaturgo, sino, sobre todo, revela a los potenciales lectores la personalidad del menos afamado autor de La zancada -novela ganadora del Premio Nadal en 1967-, un verdadero "raro" de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, por cuyas intrincadas aguas navegó desde el extrañamiento y la lejanía que le imponían su condición de emigrado en Londres.Buero y Soto se conocieron cuando ambos eran jóvenes aspirantes a escritores que frecuentaban la tertulia de noveles del madrileño café Lisboa. Los dos habían combatido en el ejército republicano durante la guerra civil y sobre el primero, que había permanecido siete años en las cárceles franquistas y se había librado por poco de la pena capital, pesó hasta principios de los 60 el castigo añadido que suponía la privación de pasaporte. Soto eludió el expediente carcelario, pero, enfrentado a la escasez de perspectivas vitales que le ofrecía la misérrima España de entonces, optó tempranamente por el exilio económico a Londres, donde logró ascender desde sus duros comienzos como empleado de un restaurante hasta una desahogada posición como traductor para organismos internacionales.
Ese duro ascenso hacia la clase media le permitió ofrecer una vida confortable a su familia y una esmerada educación a sus hijos, a cambio de relegar su gran vocación, la literatura, al escaso tiempo que le permitían sus obligaciones. Aun en esas condiciones, logró pergeñar la novela que le valió el Premio Nadal y, quizá un tanto contraproducentemente, le deparó el espejismo de que, como le había sucedido a su amigo dramaturgo, a él también le iba a ser posible hacerse un nombre y un medio de vida en el mundo de las letras. Paradójicamente, ese espléndido estreno literario abocó al recién estrenado novelista a un sinfín de incomprensiones y postergaciones, que comenzaron desde el momento mismo en que el editor José Vergés, patrocinador del Nadal, decidió, en contra de todo precedente, no publicarle a Soto el libro que había de seguir a la novela premiada.
Empezó ahí el duro calvario de Soto; e, igualmente, ahí tuvo su inicio uno de los asuntos recurrentes en la correspondencia que mantuvo con Buero: su conciencia de ser víctima de una injusta postergación, así como el relato de las muchas vanas gestiones que el autor hubo de emprender para sacar adelante su obra.La sostenida amistad, el tono de confianza sin reservas entre Buero y Soto tuvo en este epistolario el escenario principal
Eventualmente, Soto fue publicando sus libros, e incluso cabe decir que no le fue mal: sus novelas aparecieron en editoriales tan solventes como Plaza & Janés, Argos-Vergara o Espasa-Calpe. Igualmente, gozó de algún reconocimiento en forma de premios e incluso de algún tardío homenaje oficial. Pero lo que permiten atisbar las elocuentes cartas en las que se sincera con su viejo amigo es una casi insondable conciencia de fracaso, así como una indignada percepción de que el mundillo literario español es un laberinto de intrigas en el que poco tiene que hacer quien, como él, no frecuenta los mentideros oportunos ni sabe tocar las teclas necesarias.
No cabe inferir por ello que Soto fuera una especie de perpetuo amargado por las ingratitudes de la literatura: las confidencias que hace a Buero sobre su vida familiar, las comodidades burguesas de las que goza o sus casi imperturbables rutinas -entre las que puede incluirse, en cuanto su situación económica lo permite, el veraneo anual en Cullera- hacen pensar que la vida tuvo para este abnegado escritor vocacional otros alicientes.
No disimula Buero en sus cartas la angustia con la que vive sus crisis creativas y su resentimiento por no gozar del reconocimiento internacional
Por otra parte, también el "triunfador" Buero cultivó su propia modalidad de la conciencia de fracaso; y aunque alguna vez bromea sobre quienes lo identifican con sus depresivos y abrumados personajes, lo cierto es que, incluso desde su encumbramiento como autor de éxito, el dramaturgo no deja de percibir que sus triunfos no le ahorran ni el permanente combate con la censura ni la infinidad de insidias de las que, tanto durante el franquismo como en los primeros años de la democracia, le harán objeto sus detractores, y muy especialmente quienes, con notoria injusticia, lo acusan de connivente con la dictadura. Tampoco disimula Buero, en sus cartas a su viejo contertulio del café Lisboa, la angustia con la que vive sus crisis creativas, así como su resentimiento por el hecho de no haber obtenido el reconocimiento internacional del que gozaban otros. En el fondo, latía la duda sobre si el "posibilismo" al que respondía su teatro -es decir, la estrategia de estirar los límites de la censura para lograr que las obras se estrenasen en España y llegasen a su público natural- no alimentaba el menosprecio que la crítica y los públicos extranjeros podían sentir hacia una literatura nacida bajo las restricciones de un régimen represivo. Era, pensaba el dramaturgo, una nueva forma del sempiterno desprecio hacia todo lo español que imperaba en determinados círculos; y que, curiosamente, era favorecido e incluso aplaudido por no pocos españoles.
Parece difícil que del contraste entre estas dos bien abonadas amarguras pudiera surgir el espacio cordial en el que consiste esta correspondencia extendida a lo largo de medio siglo. Pero no otro es el trasfondo de estas cartas: el afecto sostenido, la confianza sin reservas -incluso cuando, como sucede en el primer tramo del epistolario, pasan años sin que los amigos puedan verse en persona-, el constante intercambio de pequeños o grandes favores ejecutados con fervorosa dedicación, las confidencias familiares, las expresiones de mutua alegría por los éxitos respectivos, las correspondientes expresiones de ánimo ante los reveses y las sentidas condolencias por las pérdidas trazan la verdadera urdimbre de una amistad que, sin exageraciones, puede decirse que tuvo en este epistolario su escenario y cauce principal.
Su edición, por tanto, no puede ser más oportuna: aporta un testimonio de primera mano sobre dos trayectorias literarias singulares y esboza una hermosa novela de amistad en una época sobre la que todavía pesan más los tópicos y malentendidos que la comprensión bien informada. El centenario de Buero no podía haber dado mejor fruto.