Victor Sergue (primero por la izda.) y Wifredo Lam (cuarto en la fila última), entre otros refugiados.
El 24 de marzo de 1941 partió de Marsella, con rumbo a Martinica, un buque atestado fugitivos: algunos intelectuales y artistas, muchos judíos, bastantes republicanos españoles, un puñado de comunistas alemanes, en su mayoría contrarios a Stalin y por tanto doblemente amenazados, un misterioso personaje que llevaba un Manet en su maleta ¿o quizá era un Degas? La mayoría ciudadanos anónimos que habían logrado el ansiado visado para algún país americano, pero también algunos personajes que han pasado a la historia: el antropólogo y padre del estructuralismo Claude Lévi-Strauss, que era judío aunque hasta entonces no había dado importancia a ese detalle biográfico; André Breton, poeta y gran pope del surrealismo; el pintor cubano Wifredo Lam, que se convertiría en el exponente artístico del mundo afrocaribeño, aunque quizá no lo imaginara cuando subió al destartalado buque; y Victor Serge, a quien casi nadie recuerda hoy, pero cuya biografía de anarquista en París y Barcelona, bolchevique en Rusia, revolucionario impenitente y firme crítico del estalinismo en sus últimos años, vale la pena conocer (recomiendo sus Memorias de un revolucionario, finalmente editadas en España sesenta años después de su publicación en Francia). Y también Toribio Echevarría, un socialista eibarrés, obrero autodidacta con inclinación a la escritura, que en el exilio terminó por componer incluso versos en vasco, a quien ninguno de los notables personajes antes citados prestó atención.El tema daba para un trabajo académico de restringido interés, pero Jon Juaristi (Bilbao, 1951), con su erudición, su talento narrativo y su humor a veces sarcástico lo ha convertido en un gran libro, o más bien una gran conversación llena de divagaciones alusivas a muy diversos temas. Muy refrescante resulta que, en contraste con tanta hagiografía como circula por ahí, el autor se muestre comedido (es un eufemismo) en su admiración hacia los protagonistas de su libro.
Juaristi, que vive en el siglo XXI y se da cuenta de ello (rara virtud), es consciente de que ni el marxismo, ni el estructuralismo ni el arte de vanguardia han dado los frutos que prometían, pero tampoco le interesa descreditarlos: "a moro muerto gran lanzada" que decían nuestros clásicos. Es más, al pelma de Serge, así le llama, tan convencido de sus ideas, parece respetarle... y no digamos al obrero consciente eibarrés.
El lector no encontrará en Los árboles portátiles una historia del comunismo disidente, ni de la metodología estructuralista, ni de la poesía surrealista, pero los retratos de sus protagonistas son memorables. André Breton, en particular, resulta un gran personaje de comedia, con su tendencia a otorgar transcendencia a todo lo que hacía, incluso, para sorpresa de Peggy Guggenheim, cuando presidía un juego de sociedad algo subido de tono.
Algunos personajes secundarios juegan también un papel notable, como la propia Peggy, coleccionista de obras de arte y también de artistas, gran anfitriona, pero algo rácana. Añádase la evocación de los ambientes, como el de los refugiados en Martinica, mitad lugar de reclusión, mitad paraíso tropical, con Lévi-Strauss en busca de amoríos, André Breton emocionado ante el descubrimiento de un poeta surrealista negro, el martiniqués Aimè Cesaire, y Toribio Echeverría consignando la realidad isleña con un rigor propio de un buen cronista de Indias.
Como en toda gran conversación, alguna divagación ofrece la oportunidad de desconectar un rato, y yo lo he hecho con el scherzo psicoanalítico a propósito de un poema de Lam, cada cual tiene sus gustos, pero otras, como las referentes a las lenguas judías o a la relación entre arte y coleccionismo, son pequeñas joyas.