El cerebro humano es una de las estructuras más complejas que existen, con sus más de 1.076 conexiones, un número similar al de partículas totales del universo (conocido) y hoy sabemos que la idea de Santiago Ramón y Cajal de que este órgano está compuesto por células individuales (neuronas) capaces de comunicarse, es básicamente correcta.
Nuestro cerebro no ha sido creado "ex novo", y no carece de antecedentes, que encontramos en las mismas plantas, y en "animales extraños" como los Cnidarios. De hecho, una de las lecciones fundamentales de la biología científica es el parentesco universal: todos los organismos vivos comparten un antepasado común, lo cual constituye la base de la evolución.
Pese a que los biólogos actuales rechazan la idea pía de una "scala naturae", según la cual es posible ordenar a los organismos de forma jerárquica y ascendente, ciertos fenómenos emergentes, como la capacidad de experimentar dolor, no dejan de sorprender. Hay un trecho evolutivo entre lo que llaman "nocicepción" que permite a los organismos reaccionar de forma refleja a su entorno, hasta la percepción del dolor propiamente dicho que facilita el neocortex en algunas especies.
Otro de estos rasgos emergentes son las emociones, y en el caso de nuestra especie, lo que Antonio Damasio denomina emociones superiores o sentimientos. Junto con lo que solemos considerar "razón" -un feliz subproducto de la evolución de la corteza prefontal- estas capacidades adquiridas nos permitirían guiarnos por el mundo de una forma en que ya no estaríamos encadenados a las emociones básicas.
Una razón radica, simplemente, en el tamaño. Nuestros cerebros se han hecho relativamente más grandes en nuestro linaje, dando origen, en tiempos evolutivamente recientes, a rasgos tan novedosos como la conducta simbólica o el lenguaje humano, construidos sin embargo a partir de "ladrillos" biológicos que ya estaban ahí durante cientos de miles de años, como muestra la historia del gen FOXP2, que se encuentra no sólo en humanos, sino también en chimpancés y gorilas, en nuestros primos los neandertales, e incluso en las aves cantoras.
Nuestros cerebros grandes, incluyendo ante todo un neocortex más evolucionado, son, en resumidas cuentas, responsables últimos de uno de los rasgos que más nos distinguen como especie: la capacidad para tomar decisiones lentas y la planificación a largo plazo.
Pero sería un error aislar las capacidades cognitivas aparentemente "superiores" como si ya no necesitaran de sus hermanas pequeñas. Como muestran los experimentos neuroeconómicos, particularmente el "juego del ultimátum", las cuestiones emocionales moldean la forma en que tomamos decisiones importantes e incluso son decisivas en el reconocimiento de la justicia. Sólo los individuos autistas son tan "racionales" como para seguir a rajatabla lo que se esperaría de un "actor racional" que acepta cualquier trato con tal de que sobresalga una pequeña ganancia. En la mayoría de las personas el juicio en los juegos económicos está mediado por los signos de aversión sentimental localizados en la corteza insular del cerebro, que anteceden a la fase más "racional" de la decisión localizada en la corteza anterior cingulada.
No sólo la economía y la moral, tampoco la más sublime espiritualidad parece escapar a los mecanismos físicos del interior de nuestra cabeza. Francis Crick habló de ello en La búsqueda científica del alma (Debate, 2003) y como muestran los experimentos de Michael Persinger, las experiencias "místicas" pueden ser, de hecho, inducidas sin misterios estimulando físicamente el lóbulo temporal de los sujetos -si bien al etólogo Richard Dawkins el famoso "casco" de Persinger sólo logró ocasionarle un mareo pasajero.
Este libro precisa de una lectura reposada pues es mucho lo que ofrece a un lector inquieto y curioso, pero que sepa hacerlo con una agilidad y viveza seductoras le hace francamente provechoso.