Roosevelt y Churchill, en la Conferencia de Casablanca (1943)
Michael Seidman (Filadelfia, 1959) no es solo hispanista, porque su curiosidad investigadora le lleva a desbordar el ámbito hispánico. No obstante, para el público español es sobre todo el autor de dos libros innovadores sobre la guerra civil: A ras de suelo (2003) y La victoria nacional (2012). Destaco los conceptos de curiosidad e innovación porque cualquiera que haya seguido la trayectoria del historiador estadounidense sabe que lo que más descuella en su producción es su resuelta voluntad de aportar una mirada renovadora en los asuntos que aborda, deshaciendo así el lugar común, producto de la pereza intelectual, de que poco o nada original se puede decir sobre ellos.Aunque en principio no lo parece, esta obra se mueve por los mismos derroteros. Su fundamento y punto de partida es incuestionable: frente al interés historiográfico que se ha prestado al fascismo, su opuesto, el antifascismo, "ha recibido poca atención". Seidman cuantifica la desproporción en cuarenta a uno. Una asimetría tanto menos justificable cuanto que en general "el fascismo fue un fracaso", excepto en muy pocos lugares -entre ellos, Italia, Alemania y España-, mientras que el antifascismo fue "un éxito evidente, tal vez la ideología más potente del siglo XX". Por ello, el propósito de este volumen es "llenar esa laguna" analizando cómo se desarrolló el antifascismo en diversos países entre 1936 y 1945.
El problema que nos encontramos es de formulación sencilla pero de difícil respuesta: ¿qué es exactamente el antifascismo? ¿Puede usarse el singular al emplear el término? ¿Podemos hablar, como se hace de los movimientos fascistas, de un corpus doctrinal y una determinada praxis? Para Seidman el antifascismo se caracterizó por su flexibilidad y dinamismo, por preferir el consenso a la confrontación, por su interclasismo y capacidad para moldearse a las nuevas exigencias sociales, pero esos rasgos -reconoce- apenas logran atenuar su "naturaleza extremadamente diversa" y su carácter "escurridizo".
Hubo un antifascismo revolucionario, que es el que mejor conocemos nosotros, porque se desarrolló durante la guerra civil española. Agrupaba a los sectores progresistas y aspiraba no solo a detener al fascismo, sino a construir una nueva sociedad por vía revolucionaria. Pero hubo también un antifascismo contrarrevolucionario, más habitual que el anterior, como demuestran los demás casos que Seidman analiza, en especial los de Gran Bretaña, Francia y EE.UU. Este otro tipo de antifascismo aglutinaba también a fuerzas muy variopintas, pero su rechazo al fascismo se hacía desde planteamientos y propósitos refractarios a los ideales revolucionarios.
Por tanto, es inevitable preguntarnos si los antifascismos fueron algo más que una estrategia coyuntural para contener la amenaza descomunal que representó el fascismo en sus diversas modalidades y en especial el III Reich. Aunque Seidman deja al margen a los comunistas, podría decirse para ejemplificar lo anterior que tan antifascistas eran Churchill, Roosevelt o De Gaulle como Stalin o Tito. Seidman no entra a fondo en esta cuestión porque su libro no es una obra de teoría política sino un estudio histórico con marcado carácter empírico y voluntad de síntesis.
Pero es inevitable que el libro como obra de conjunto se resienta en su unidad y sentido, reducido así a una ordenada sucesión de capítulos que abordan movimientos antifascistas heterogéneos. Parece forzada también la inclusión de algunas iniciativas, como las resistencias obreras a la disciplina laboral, que se dieron en muy diversos contextos y con significados no asimilables. La relación de estas actitudes con el antifascismo en cualquiera de sus modalidades se antoja, cuando menos, problemática. Lo que escribe Seidman siempre es interesante y sugestivo, pero a veces resulta también desconcertante.