es imposible establecer la cifra exacta de víctimas de la bomba.
Los relatos históricos suelen pecar de frialdad, dan mucha información pero rara vez transmiten al lector la sensación de cómo vivieron sus protagonistas determinadas experiencias. ¿Cómo pudo vivirse el hecho atroz de que una bomba atómica estallara a unos cientos metros de ti y seguir vivo? En japonés existe un término para designar a los supervivientes del horror nuclear: son los hibakusha y su historia ha sido expuesta por la escritora estadounidense Susan Southard con una fuerza expresiva que rara vez se encuentra en obras que no sean de ficción. Se ha basado en entrevistas en profundidad con cinco personas, tres hombres y dos mujeres, que eran adolescentes aquel día de agosto de 1945 en el que una bomba nuclear estalló quinientos metros por encima de su ciudad, Nagasaki. Sus relatos han sido completados con una riquísima documentación oral, escrita y visual cuyo origen se cita debidamente al final del volumen.Los cinco sobrevivieron hasta una edad avanzada y se convirtieron en testigos que trasmiten a las nuevas generaciones el relato de lo que ellos vivieron y que no quisieran que nadie más volviera a vivir jamás. Son personas cuya identidad se queda grabada en la memoria del lector y que dan rostro a lo inimaginable: la devastación nuclear. Si leemos que el ataque nuclear causó unas 75.000 muertes, la cifra exacta es imposible de establecer, antes de que acabara el año 1945 (pues muchos murieron días y semanas después de la explosión) estamos ante una cifra elevada pero que es casi imposible trasformar en un imagen real de lo que aquello supuso, con lo que apenas si logra impresionarnos. La prosa de Southard sí lo logra. El capítulo segundo, en el que narra lo que vivieron aquellos adolescentes ese día de verano se encuentra entre los textos más absorbentes que yo haya leído. El gran acierto de todo el libro es la habilidad con la que se combina la historia general con las cinco historias personales.
El relato comienza con la vida en Nagasaki antes del ataque, con una población sometida a la escasez y encuadrada por un sistema rígidamente autoritario cuyo propósito era que todas las energías del país se orientaran en una sola dirección: el combate en una guerra implacable contra un enemigo a todas luces superior.
Cuando la guerra empezó a perderse, se animaba directamente a morir, en combate o mediante el suicidio que evitara el deshonor. Uno de los protagonistas del libro, Yoshida, que tenía entonces trece años, recuerda que él y sus coetáneos, educados desde la escuela primaria en la convicción de que Japón era imbatible, se entusiasmaban con la guerra. Jugaba con unos amigos cuando el impacto de la explosión le lanzó por los aires; se levantaron, llenos de heridas y quemaduras, y comenzaron a vagar como tantos otros por un paisaje dantesco, atenazados por la sed.
Washington se esforzó inicialmente en que de todo aquello se hablara lo menos posible. En los propios Estados Unidos el silencio se rompió en agosto de 1946, cuando The New Yorker publicó un extenso artículo del reportero John Hersey, basado en entrevistas con supervivientes de Hiroshima, que tuvo una enorme difusión y un impacto inmenso. De momento, sin embargo, terminó por imponerse en la opinión pública americana la convicción de que los bombardeos nucleares estuvieron justificados, porque evitaron el número de víctimas mucho mayor que habría implicado una invasión de Japón.
Setenta años después, el recuerdo de lo ocurrido es por supuesto un gran argumento en favor de la paz. Cada año, los supervivientes, que cada vez son menos, dan cientos de charlas en las escuelas de Nagasaki. Algunos de ellos viajan a Estados Unidos para dar charlas a estudiantes americanos, ante quienes también piden perdón por el ataque a Pearl Harbor.
Esa es una actitud digna de ser imitada, como también lo es la que en japonés se expresa por el término gaman, que puede traducirse como aguantar lo aparentemente insoportable con paciencia y dignidad. Una de las protagonistas del libro, una quinceañera que se recluyó en casa por lo desfigurada que le dejó la explosión, pintó poco antes de morir un shikishi, una cartulina, en la que trazó un lirio y escribió: "gracias por una buena vida".