Alemania, 1956: niños junto a un tanque
El miedo y la libertad es uno de esos libros que resulta satisfactorio leer aunque no se esté de acuerdo con algunas de las tesis del autor, o incluso con la principal, que en este caso es la de buscar en la II Guerra Mundial el origen de buena parte de los problemas del mundo actual. Su punto fuerte es su capacidad para combinar en una narración que capta el interés del lector tanto historias de cómo afectó la guerra a personas concretas, una por capítulo, como análisis más amplios y reflexiones éticas. Sus puntos débiles son sus tendencias al relativismo moral y a la simplificación de los análisis.Las historias individuales resultan fascinantes y demuestran, una vez más, cómo solo a través de personas concretas podemos captar de verdad lo que significó una experiencia histórica, sobre todo en el caso de experiencias tan terribles como las narradas en este libro. Nos encontramos con un médico japonés que participó en vivisecciones de prisioneros chinos y que cuando años después adquirió conciencia de su culpa y la confesó se encontró con el repudio de sus antiguos colegas; con un joven estadounidense que participó en la investigación de los crímenes nazis y se sintió defraudado por las limitaciones con las que se encontró; con un niño judío que sobrevivió al holocausto y que llegado a Israel se encontró con que tenía que abandonar su lengua materna, el alemán, y adaptarse a una identidad nueva; con un jamaicano que fue bien recibido en Gran Bretaña cuando se alistó para combatir, pero se encontró con múltiples muestras de xenofobia cuando tras la guerra volvió como emigrante económico; o con una coreana que se vio sometida a la esclavitud sexual por el ejército japonés y arrastró ese trauma toda la vida.
La variedad de los casos mencionados es representativa de la gran diversidad de temas tratados en el libro, que incluyen la planificación utópica, la economía mundial, el derecho internacional, las rivalidades geopolíticas, la descolonización y el nacionalismo, entre otros. Algunas cuestiones específicas son objeto también de un tratamiento muy interesante, por ejemplo el de la actitud ante el holocausto en los primeros años de existencia de Israel, con la ambigüedad de los enérgicos pioneros que habían fundado el nuevo Estado y lo habían defendido con las armas frente a los árabes, respecto a los supervivientes, que podían ser vistos como representantes de la secular debilidad judía.
Por otra parte, el lector ingenuo pudiera concluir que el niño judío y la mujer coreana son prototipos de víctimas, que el médico japonés fue un monstruo, aunque al menos él se arrepintió, y que el abogado estadounidense y el inmigrante jamaicano han sido héroes. Sin embargo Keith Lowe (Londres, 1970) advierte contra el peligro de una memoria histórica basada en un relato épico, poblado de héroes, mártires y villanos. No le falta la razón al hacerlo, porque una memoria colectiva que simplifica la historia hasta reducirla a héroes y mártires (nosotros) y villanos y monstruos (ellos) no contribuye ni a la paz internacional ni, en el caso del recuerdo de las guerras civiles, a la convivencia nacional (véase el caso español). Sin embargo creo que Lowe va demasiado lejos cuando escribe que desde un punto de vista psicológico, no existe algo así como "una mala persona", sino solo una persona enferma o alguien atrapado en un sistema enfermo.
No hay duda de que el problema del mal es complejo pero considerar la maldad como una enfermedad conlleva el peligro de negar la responsabilidad moral individual. Y también es cierto que no debemos representarnos las guerras como un conflicto entre el bien y el mal absolutos, pero es difícil negar la superioridad moral del bando aliado en la II Guerra Mundial, a pesar de la incongruente presencia de Stalin en el bando de los "buenos". Por otra parte Lowe cae a veces en condenas demasiado categóricas de su país: ¿de verdad fueron los británicos culpables de la separación de India y Pakistán o del enfrentamiento entre árabes y judíos en Palestina?