Un joven Joseph Roth en los años veinte
De cine es un libro muy literario. Ha de ser una grata sorpresa para bibliófilos y cinéfilos, que no deben pertenecer a bandos opuestos. Un escritor como el austro-húngaro Joseph Roth (1894-1939), con prestigio como realista, fantasea lo suyo con las películas. Ni teórico ni crítico de cine, Roth, como cualquier espectador de su tiempo, se deja llevar para escribir por la emoción, las sensaciones y la excitación que le producen las películas, no dudando en derivar de la observación a la imaginación.De cine recoge veinte textos breves en torno al cine publicados por Roth entre 1919 y 1931, es decir, en el período en el que se dedicó con más ahínco al periodismo, antes de consolidarse como novelista con Job (1930) y La marcha Radetzky (1932), cuando todavía el cine era mudo, estaba considerado por la mayoría como un espectáculo de entretenimiento y las proyecciones tenían lugar en grandes teatros atestados de público y con el acompañamiento musical de pianistas y orquestas.
Pero, dicho esto, ahí estaba Roth escribiendo de -a partir de, mejor- grandes películas como Los nibelungos (Fritz Lang, 1924) -no le gustó nada-, Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1923), La mujer del faraón (Ernst Lubitsch, 1922) o Nanuk, el esquimal (Robert J. Flaherty, 1922), que le provoca uno de los más bonitos textos del libro. ¿A que suena raro asociar a Roth con estas películas y estos nombres? Ni Roth era un crítico, ya lo hemos dicho, ni por entonces estaba considerado el director como un artista y, ni mucho menos, un autor. Roth, a veces, no llega a citar el título de la película que le mueve a escribir u omite el nombre del director. Recuenta la película a su modo, divaga literariamente con lo que sucede en el local en el que se proyecta, se fija en el pianista, en el engalanado portero de la sala o en los espectadores y sus reacciones, yéndose con frecuencia hacia otro lugar, al lugar donde la vida y el mundo son para él literatura.
Así, por ejemplo, y en consonancia con el carácter de espectáculo de masas ilusionadas e hipnotizadas que entonces tenía el cine, Roth no pierde la ocasión de narrarnos el ambiente durante la proyección de una película en la plaza de toros de Nîmes, en el puerto de Marsella o -si he entendido bien- en un barco de vapor.
Tiene mucho interés recordar, a tenor de los gustos del propio escritor, el entusiasmo y el pasmo que en aquellos años suscitaban los documentales y los noticiarios cinematográficos. Roth asiste asombrado, ¡y con novecientos niños berlineses!, a la proyección de un documental sobre indígenas y animales de África. En otro momento, se embelesa con otro documental sobre el Everest. ¡La gente veía por primera vez en movimiento cosas que no había visto nunca!
Roth hace una excelente pieza descriptiva e interpretativa a partir de un noticiario -"informe semanal", le llama- sobre el entierro de Lenin o se enfada tremendamente con las imágenes de un encuentro público entre Gandhi -"moderno santo"- y Charles Chaplin, al que dispensa un gran varapalo por su visión de los soldados alemanes en su mediometraje ¡Armas al hombro! (1918). Además, el escritor tiene sus propias ideas, naturalmente, y -respirando por la herida de su experiencia en el frente- arremete contra las películas bélicas.
Desfilan otros nombres sonoros del cine -Harold Lloyd, Asta Nielsen, Thea von Harbou…- y de la cultura, pero el autor de La leyenda del santo bebedor (1939) -¿qué habría dicho de la versión de Ermanno Olmi?- se ocupa también en plan generalista, y siempre con humor zumbón y con modulación literaria, del director, la diva o los detectives de la pantalla, poniendo en pie una incipiente sociología de los creadores y de los héroes del cine. No me esperaba un libro tan jugoso, tan dependiente y, a la vez, tan autónomo de su asunto.