Josep Maria Esquirol

Acantilado. Barcelona, 2018. 192 páginas. 14 €

Entre los diagnósticos sobre la época actual que la filosofía suele compartir con disciplinas como la sociología o la psicología, ocupa un lugar estelar el reconocimiento de su marcado individualismo. Ya sea presentado este nuevo culto al individuo en términos de logro final de la subjetividad moderna, sea como giro posmoderno hacia un nihilismo banal o como retirada a una vida en los márgenes del sistema de cosas imperante, la reflexión sobre sus condiciones y exigencias ocupa buena parte del ensayismo filosófico contemporáneo. Los “cafés filosóficos”, los manuales de autoayuda y los improvisados gabinetes de orientación filosófica, prestos al negocio de la salvación de almas vacilantes en dura competencia con mindfullnessistas y adeptos a cualquier orientalismo de medio pelo, hacen aquí su agosto y enturbian el terreno del debate intelectual con una insulsa retórica pseudomística.

Hay también, sin embargo, obras estimables que, por tono y contexto, se confunden en este marasmo de repliegues narcisistas, autocontemplativos del yo, y tratan de abrirse paso para distinguirse de esos productos de usar y tirar; pues aun cuando obedecen igualmente al clima epocal de una conciencia desnortada y parecen funcionar, tanto o más que como respuesta crítica, como expresión misma de la crisis que pretenden combatir, son capaces de alzarse con voz propia y generar un discurso de mayor resonancia teórica.

Es el caso destacado de este libro de Josep Maria Esquirol (Mediona, 1963), profesor de filosofía de la Universidad de Barcelona, y Premio Nacional de Ensayo 2016 por su obra La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. En la misma línea de su trabajo anterior, Esquirol da vueltas en torno a un sentido de la vida humana que brota de las experiencias más cercanas. Los ejes o ‘infinitivos esenciales' sobre los que pivota su reflexión son el vivir, el pensar y el amar. Con aportaciones de cariz fenomenológico, partiendo de lo que él llama “el repliegue del sentir”, esboza una comprensión del ser humano que deja atrás la habitual compartimentación de razón y sentimiento y ofrece una visión integradora donde logos, lenguaje y afección conforman nuestro horizonte común de apertura al mundo.

La capacidad de sentirnos afectados por lo que ocurre a nuestro alrededor funda de hecho un trato no sencillamente pasivo, sino afectivo, entrañado con el entorno, que a su vez sirve de antídoto contra la prepotencia del afán totalitario de sentirse por encima de él. Porque lo nuestro no es habitar el Paraíso ni suplantarlo con la imposición de un Sentido definitivo. Como reitera Esquirol, la nuestra es una vida en las afueras, expulsada del Paraíso, enfrentada a su radical finitud, y, con ello, a los límites inherentes a toda aspiración. Se trata, pues, de compartir la precariedad que nos es constitutiva, creando comunidad. De ahí surge una apelación ética a la fraternidad y a la generosidad, cruce de serenidad heideggeriana y desprendimiento franciscano.

En un discurso de bella factura literaria, que discurre pausadamente y renuncia a las grandes palabras, más aún a los acentos agoreros, Esquirol fija nuestra atención en gestos cotidianos -compartir el pan, sentarse a la mesa, acoger al otro- que expresan nuestras afecciones primordiales y muestran que aún es posible esperar que la bondad sea un poco más profunda que el mal.

Buena intención no falta a su propuesta. Con todo, queda la duda de si ese ansia de paz interior no es sino la mejor fórmula ingeniada por el diablo del presente para hacernos capaces de seguir soportando, imperturbables, la dura y agitada existencia nuestra de cada día; o si acaso queda -penúltima bondad- medio palmo más allá.