Marcus du Sautoy

Traducción de Eugenio J. Gómez. Acantilado. Barcelona, 2018. 576 páginas. 19 €

No hay duda de que la ciencia está respondiendo a algunas de las cuestiones que nos han fascinado desde el reciente y quizá no inevitable instante en el que llegamos a la consciencia. Incluso es posible que nos ayude a eludir un destino humano poco optimista desde la perspectiva individual y colectiva. Pero existen áreas que se resisten a salir de las sombras que quizá nunca podremos despejar, zonas de penumbra perpetua para una ciencia que aspira a iluminarlo todo. Es cierto que Lo que no podemos saber. Exploraciones en la frontera del conocimiento no es el primer libro, ni será el último, que se pregunta por los confines del conocimiento. Ignoramus et ignorabimus: desconocemos y desconoceremos, era la famosa divisa del fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond, que en una obra publicada en 1872 pretendía aguarle la fiesta al ansia de conocerlo todo, enarbolada en especial por las corrientes materialistas de entonces. También el más influyente filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant, admitió zonas de penumbra, objetos "en sí" que no podemos conocer, señalando los derroteros metafísicos por los que se extravía la orgullosa razón especulativa.



Marcus du Sautoy (Londres, 1965) es matemático y sucesor de Richard Dawkins en la cátedra de la universidad de Oxford sobre Public Understanding of Science. Viene a situarse en un camino medio entre la tradición agnóstica de Kant y Du Bois-Reymond y el optimismo científico extremo, representado últimamente por Stephen Hawking y Leonard Mlodinow. La suya es una forma casi confidencial de escribir, exponiendo sus dudas y sus confusiones de forma muy atractiva. Nos habla desde la ilusión del chico enamorado de la ciencia, de Martin Gardner o de Richard Feynman, ídolos que llenaron de brillantes obsesiones sus años de adolescencia.



Lo cierto es que el estado actual de la ciencia, y las diferentes "fronteras" entre el conocimiento y la ignorancia, dista mucho del optimismo mecánico del siglo XVIII y su idea de predecir todos los movimientos posibles. Desde que los matemáticos descubrieron el "caos", parece que hay cosas que nunca podremos saber, trayectorias que nunca podremos definir, elementos que no podremos nombrar. Basta cualquier pequeño error, cualquier minúscula desviación en las condiciones iniciales de un determinado sistema físico, para que las predicciones del futuro se vayan al traste. Los "cisnes negros" son más frecuentes de lo que imaginábamos, y la probabilidad gana a la determinación en un universo con más del 95% de materia y energías ignotas (que nos atrevemos a llamar "oscuras").



Tampoco la naturaleza esencial de la materia y la energía, si descendemos hasta los niveles más elementales, parece ya tan clara como en el panorama clásico. Según Niels Bohr y la interpretación más frecuente de la física cuántica, el mundo que llamamos "real" está hecho de cosas que ni siquiera deberíamos llamar reales. La incertidumbre, como defendió Richard Feynman, quizás sea una parte fundamental de nuestra más íntima naturaleza. Nada de esto justifica, por descontado, el escepticismo posmoderno que afirma el relativismo extremo, la idea de que todo es una ficción social o que el conocimiento científico no es sino otra máscara de la opresión.



Sabemos muchas cosas. Algunas son útiles, e incluso nos permiten vivir algo mejor. Eso sí, a quienes procedemos de las humanidades, en un mundo tristemente escindido en "dos culturas", nos resulta más difícil distinguir ciertos niveles de la ciencia "dura" de una ensoñación poética que aspira a conocer la naturaleza última de las cosas. Con todo, podemos alegrarnos de que algo tan arcano y escondido como las fluctuaciones cuánticas permita que surjan maravillas, aparentemente de la nada, hasta configurar constelaciones de estrellas que nos dejan con la boca abierta como a nuestros ancestros.



Las fronteras del conocimiento no están definidas de antemano. Saber más no está prohibido. Quizás el límite venga impuesto por nuestro lenguaje, con su abanico de posibilidades constreñidas por cada cultura. O por nuestro cerebro, con su herencia milenaria de sesgos y prejuicios ancestrales. Sautoy finaliza preguntándose si "la mejor apuesta es que nunca podremos saber con certeza lo que no podemos saber". Cierto que su optimismo matemático no deja de contemplar un resquicio de oportunidad para rasgar la última zona de penumbra.