El puente de Navalcarreta fotografiado por Francisco Delgado hacia 1905

Editorial Farinelli. La Granja de San Ildefonso, 2018. 398 páginas, 25 €

Los nombres de los lugares forman parte de los paisajes, entendidos éstos como espacios imaginarios en los que la percepción del entorno natural es atravesada por historias, experiencias y visiones. La toponimia empezó a ser estudiada en serio en el siglo XIX, cuando se quiso normalizar con carácter oficial el conocimiento geográfico, pero ha sido siempre una fuente de saber. El paisaje que nos rodea es naturaleza culturizada, marcada por la huella humana, y podríamos aventurar que a mayor densidad de picos, bosques o arroyos con nombre propio, más hollado habrá sido el terreno a lo largo de la historia. Pero la toponimia es inestable y fluida; al igual que las lenguas, que han de ser habladas para sobrevivir, necesita ser recobrada y pronunciada para que no se pierdan sus significados, que nos devuelven una rica historia de usos y de hechos, y nos permiten comprender y apreciar aún más los paisajes. Esto, tan importante, es lo que ha hecho un caminante apasionado y riguroso, Julio de Toledo Jáudenes, para las antiguas dehesas de Valsaín y Riofrío.



El corpus toponimicum, con más de tres mil voces, que ha compilado y analizado en Toponimia de Valsaín es sin duda una poderosa herramienta de conservación de un valioso patrimonio inmaterial. El autor ha indagado en todas las fuentes y ha tenido el buen criterio de completar y contrastar la información hallada en el Archivo Municipal de Segovia o en la Casa de la Tierra con lo que los lugareños saben y, a veces, inventan. Con su libro en las manos, podemos saltar de alto a cancho, de hoyo a majada, de peña a regajo y a ventisquero, conociendo cada vez mejor una geografía antigua y, a veces, oscura.



Él se ha esforzado en encontrar sentido a nomenclaturas que nos resultan hoy opacas y en devolver la vida a denominaciones fosilizadas, utilizando un lenguaje siempre preciso pero muy evocador. Ya la introducción es una lección sobre el gran caudal de términos genéricos que hemos utilizado para identificar y caracterizar los lugares naturales. Desgrana la hidrotoponimia, fascinante por la cantidad de palabras diferentes que fluyen por el río desde su origen a su desembocadura, que flotan en las aguas manantes, estantes y corrientes, así como la orotoponimia o la fitotoponimia… desenterrando palabras fantásticas que no utilizamos casi nunca y que huelen a mineral y a humus.



Como artista, hijo de las montañas que ambos hemos recorrido, cada uno en una vertiente (yo en el Valle de la Fuenfría, aunque he frecuentado los pinares de Valsaín, de los que mi bisabuelo fue guarda mayor), aprecio ante todo en este sensacional trabajo la posibilidad que nos brinda de descubrir con él títulos bajo las piedras y en el viento, de entrever al lobo en esos "nombres loberos" que denotan su impacto en la vida diaria y en la imaginación de los habitantes de este territorio. En mi Biblioteca del Bosque hay más de cincuenta libros-caja dedicados a éste y he realizado esculturas con pino costero de las praderas de Valsaín. Conozco bien la trascendencia del nombrar, y me honra enormemente que el Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama haya bautizado con mis iniciales un majestuoso pino en la Pradera de Corralitos, en la encrucijada de los viales históricos, pues pocos pinos, lo sabe Julio de Toledo, salen por aquí del anonimato.



Los caminos son los hilos que cosen esta Toponimia. El libro, de cuidadísima edición -gran labor la de algunas editoriales serranas como ésta, Farinelli- e ilustrado con antiguas cartografías y fotografías, coincide en las librerías con Las viejas sendas (Pre-Textos) de Robert Macfarlane, que es también un fanático de las palabras que mapean. Éste incluye un capítulo que describe su itinerario, en el que le acompañé, a lo largo de la vía romana que lleva de la Fuenfría hasta Segovia. Quién sabe si se cruzó con Julio de Toledo, uno más ya entre los caminantes ilustres del Guadarrama.