Viktor Orbán en un mitín reciente
El 23 de febrero de 1981, guardias civiles entraron armados al Congreso y secuestraron a los diputados. En Valencia, los tanques salieron a la calle bajo las órdenes del teniente general Milans del Bosch. La recién estrenada democracia española estaba visiblemente en peligro, y los más señalados por su militancia antifranquista corrieron a esconderse. Una década antes, pronunciamientos similares habían acabado con las democracias chilena o argentina, entre otras, y cuarenta años atrás, un golpe similar, que derivó en una guerra civil de tres años, terminó con la II República. La forma de acabar con una democracia estaba clara: un golpe de Estado por parte de sus enemigos con apoyo militar interno y/o de una potencia extranjera.El fin de la Guerra Fría propició la aceptación generalizada de la democracia liberal. No siempre se cumplía cabalmente, pero sí se asumió como retórica y como horizonte de cualquier país razonablemente próspero a medio plazo. El progreso se asociaba a la democracia, una meta que se hizo irrenunciable para cualquier candidato que quisiera contar con alguna posibilidad de éxito. Con el fin del bloque soviético y el desprestigio del militarismo reaccionario, se fueron también los modelos alternativos y los golpes de Estado clásicos. Desde entonces, la única vía de acabar con la democracia pasa por horadarla desde dentro.
"Desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales y soldados, sino los propios gobiernos electos", escriben Steven Levitsky (1968) y Daniel Ziblatt (1972) en la exposición de motivos de Cómo mueren las democracias. Los dos profesores de la Universidad de Harvard han analizado los patrones de comportamiento que se observan en casos en los que una democracia perece o entra en una senda de deterioro casi irreversible. Su propósito aquí no es meramente especulativo, sino político y de alerta temprana. A lo largo de todo el libro, expresan con claridad su preocupación por la llegada de Donald Trump al poder. Los autores son tajantes respecto a la anomalía que supone el nuevo presidente: "era precisamente el tipo de figura que tanto temían Hamilton y otros fundadores cuando concibieron la presidencia de Estados Unidos".
Las preguntas que tratan de responder Levitsky y Ziblatt son, en esencia, dos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿qué podemos hacer para evitarlo? La primera cuestión, al ser un repaso retrospectivo basado en evidencias y datos, es la parte más convincente y sólida. Su tesis incide en la importancia capital de las élites políticas para cerrar el paso a los outsiders populistas, a los que se puede reconocer por poner en duda las reglas del juego, insistir en que la democracia está secuestrada por una élite, sospechas de los medios de comunicación y por no reconocer legitimidad a los adversarios.Los autores inciden en la importancia de las élites políticas para cerrar el paso a los 'outsiders' populistas
Especialmente interesante es la refutación que los autores hacen del argumento que dice que los populistas son un producto inevitable del apoyo social. Para Levitsky y Ziblatt, el hecho diferencial que explica que unos populistas tengan éxito y otros fracasen en su llegada al poder reside en cómo reaccionan ante él los partidos del así llamado establishment, no en las masas que aquellos tienen detrás. "La abdicación de la responsabilidad política por parte de líderes establecidos suele señalar el primer paso hacia la autocracia de un país", escriben.
Entre otros ejemplos, hablan de Venezuela, pues Hugo Chávez no habría llegado al poder sin la aquiescencia del expresidente Rafael Caldera a la hora de legitimar su discurso, e incluso su conato de golpe de Estado militar de 1992. O, más atrás en el tiempo, recuerdan la invitación que hicieran Vittorio Emmanuele y Von Hindenburg en Italia y Alemania a Mussolini y Hitler a que se hicieran cargo, dada su popularidad, de calmar la situación que ellos mismos habían contribuido a generar. Para los autores, el apaciguamiento es contraproducente, pues legitima ideas extremas y las introduce en el catálogo de lo razonable. Error que, según las tesis de Levitsky y Ziblatt, el Partido Popular Europeo estaría cometiendo al mantener en su grupo a Viktor Orbán, primer ministro húngaro, y a su partido, orgullosos representantes de ese oxímoron que supone la "democracia iliberal".
El escenario que plantean los autores se resume en el veredicto que dice que, entre el original y la copia, los ciudadanos escogen el original. Lo intentó Sarkozy con Le Pen, al coste de legitimar al Frente Nacional en el electorado de derechas. Y desde esta perspectiva sólo podemos ser pesimistas ante Gobiernos como el austriaco -no olvidemos que en el año 2000 la UE amenazó con sanciones por la posibilidad de un Gobierno similar al que hoy asume con naturalidad-, o el que se prevé en Suecia entre la derecha y los extremistas. Romper el "cordón sanitario" frente a la extrema derecha es una mala idea, y actuar con "complejos" no parece tan desaconsejable como ahora sugieren tantos discursos.
Se da la paradoja de que más democracia orgánica puede poner en peligro a la propia democracia institucional
Se deduce de aquí una interesante conclusión, a contracorriente de los lugares comunes de los últimos años, tan críticos con las élites y las jerarquías, y tan favorables a organizaciones más horizontales: "los partidos políticos son los guardianes de la democracia". Suya fue la responsabilidad de haber cribado en sus procesos internos a otros populistas de la historia, como al antisemita y autoritario Henry Ford en 1938 o al racista George Wallace en 1968. El sistema de primarias perdió esa capacidad de filtro a partir de 1972, cuando la inmensa mayoría de los delegados, tanto de las convenciones demócratas como de las republicanas, pasaron a ser elegidos en caucus y primarias a nivel estatal. Se da la paradoja de que más democracia a nivel orgánico puede poner en peligro la propia democracia a nivel institucional. No es sencillo imaginar cómo puede traducirse a la política diaria el consejo de legitimar al adversario, respetar el pluralismo y pensar antes en el país que en el interés político personal. Los incentivos de los partidos del establishment a aliarse con la derecha ultra están ahí, y el ecosistema mediático no ayuda. Aunque sí es digno de encomio la insistencia del libro en que el momento populista y antiestablishment ha de ser tratado como un problema de los actores políticos, no de la opinión pública. Al fin y al cabo, siempre ha habido populistas con apoyo social, aunque pensemos que su irrupción es nueva.
Trump ha cambiado el panorama global de la política, hasta el punto de generar una alianza tácita global de trumpistas. La jugada institucional a varias bandas con la así llamada trama rusa nos hace ser cautamente optimistas respecto a la capacidad de resistencia de Estados Unidos. También la gestión del último tramo de la crisis económica en Europa nos hace confiar en la fortaleza institucional de Europa. Pero cabe preguntarse qué pasará en democracias inmaduras y con una institucionalidad débil en las que destacan personajes igual de sospechosos, como en Brasil con Jair Bolsonaro, en Turquía con Erdogán o en Filipinas con Rodrigo Duterte. Quién nos iba a decir que, al final, acabaríamos echando de menos a los partidos políticos clásicos y sus viejas jerarquías. @MaldonadoAg