José Manuel García Gil. Foto: archivo

Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2018. 576 páginas. 18,90 €. Ebook: 12,99 €

Se va afianzando poco a poco en el canon literario español de la segunda mitad del siglo XX la presencia de ciertas figuras que, por circunstancias diversas, tuvieron en vida la consideración de "raras", marginales o heterodoxas. La recuperación y revalorización de la obra de Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923-Thézy-Glimont, 2010) comenzó ya hace tiempo e incluso se puede decir que su trayectoria editorial a partir de 1970 contradice en gran medida su presunta condición de autor apartado del primer plano de la actualidad literaria. Lo que no desmiente en absoluto la singularidad de su obra y la excepcionalidad de su "caso" en relación a la sociedad literaria de su tiempo. De ahí la necesidad de una biografía documentada y rigurosa, que argumentase las circunstancias que resultan en esa singularidad y excepcionalidad.



Esta necesaria biografía argumenta la excepcionalidad de un Carlos Edmundo de Ory heterodoxo y contradictorio

La que acaba de publicar su paisano José Manuel García Gil cumple en gran medida estas expectativas desde una difícil posición de equilibrio entre la admiración y la cercanía, que son palpables, y la distancia necesaria para apreciar, no sólo los logros del poeta gaditano, sino también su difícil personalidad y sus, en ocasiones, actitudes contradictorias con su credo artístico y vital. Ory cultivó desde sus inicios su personaje y mostró una fe ciega en la importancia de su obra; lo que a veces se manifestó en injustos y desproporcionados menosprecios hacia algunos de sus contemporáneos -su biógrafo registra los desaires que el gaditano dedicó a Vicente Aleixandre, a quien tenía como centro de una presunta conspiración de silencio hacia su persona, Ángel González o un jovencísimo Luis García Montero- y otras en calculados gestos de desinterés hacia los cauces editoriales y periodísticos de difusión de la actualidad literaria.



Sin embargo, sigue siendo objeto de discusión la cuestión de hasta qué punto la posición de disidencia que quiso representar fue percibida como subversiva por los poderes de su tiempo. Resulta curioso que el Postismo, el irreverente movimiento de neovanguardia que el gaditano lanzó, junto con Eduardo Chicharro, en 1944, gozara del apoyo inicial del entonces Delegado Nacional de Prensa, Juan Aparicio. Aunque también es significativo que ese apoyo fuera retirado inmediatamente, quizá porque al aparato cultural franquista no se le escapaba que el referente último de aquel movimiento transgresor era el surrealismo bretoniano.



Tampoco la vida personal del gaditano estuvo exenta de contradicciones. El gran tímido que fue Ory se reveló también como un eficaz catalizador de espíritus afines. En esa lista figuran Juan Eduardo Cirlot, Francisco Nieva, Ignacio Aldecoa o Ángel Crespo, entre otros.



En general, Ory fue fiel a sus amigos y quizá sea exagerado afirmar, como hace su biógrafo, que esas amistades "le duraban lo que le duraba el deslumbramiento inicial". Otra cosa es que las empresas comunes fueran de alcance limitado. De algunas de esas amistades -Chicharro, Aldecoa- dejó Ory retratos entrañables; de otras queda una abundosa correspondencia. Más estable aún, aunque tampoco exento de altibajos, fue su trato maduro con escritores más jóvenes que lo reconocían como maestro, tales como el chileno Roberto Bolaño, en quien encontró un verdadero espíritu afín. Otro fue el caso en sus relaciones afectivas. El amor, declara García Gil, fue fuente constante de inspiración y estímulo esencial en la vida del poeta. Resulta incluso llamativo que, en el marco represivo y reprimido de la España de los años 40 y 50, el gaditano tuviera una intensa y desinhibida vida amorosa y que fuera capaz de trasladar tempranamente a su poesía y a sus diarios esa vivencia libérrima de la sexualidad.



También en este aspecto el tiempo fue aportando su capacidad correctora. Y no deja de desprender cierta ironía el relato que las últimas páginas de este libro hacen de la vejez del poeta: homenajeado hasta la extenuación en su tierra, apaciguado el intratable sociópata y reconvertido en figura respetada, el gaditano, que ya viaja a cuenta de su fama, estrecha en Nueva York la mano del norteamericano Allen Ginsberg, en quien también reconoce a un afín, y muere en su lecho en una confortable casa burguesa, atendido por su devota esposa y después de haber recibido a algunos de sus más señalados admiradores. Su figura y su obra no han hecho sino crecer desde entonces.