Una familia famélica sobre la tierra baldía

Traducción de Nerea Arando. Debate, 2019. 591 páginas. 26,90 €. Ebook: 12,99 €

La columnista de The Washington Post Anne Applebaum (Washington, 1964) ha vivido mucho tiempo en Europa del Este y ha escrito mucho sobre la zona. Aunque se la conoce sobre todo por Gulag: Historias de los campos de concentración soviéticos, galardonado con el premio Pulitzer, el libro de la autora que más me gusta es el curioso y original Between East and West: Across the Borderlands of Europe [Entre Oriente y Occidente: A través de las regiones fronterizas de Europa], publicado en 1994. En él, la periodista viaja desde el Báltico hasta el mar Negro pasando únicamente por regiones y ciudades que, a lo largo del siglo XX, estuvieron en territorio de diferentes países. Por ejemplo, la actual Leópolis, en el oeste de Ucrania, había sido Lvov en la Unión Soviética; antes de eso, fue Lwow en la Polonia de entreguerras, y con anterioridad a 1914, Lemberg en el Imperio austrohúngaro. Eso sin contar su ocupación por la Rusia zarista durante la Primera Guerra Mundial, por la Alemania nazi en la Segunda, y por un efímero grupo nacionalista ucraniano en 1918.



La mayoría de las personas con las que Applebaum habló durante su viaje compartían un sentimiento de identidad étnica amenazada por la nación en la que se encontraban absorbidas en ese momento o que las había oprimido en el pasado. Se consideraban polacos injustamente lituanizados, lituanos bielorrusificados, o rutenios a los que se les había negado un país cuando parecía que todos los demás iban a tener el suyo propio. El libro fue premonitorio, ya que exactamente esa sensación de etnia agraviada y herida o de orgullo nacional es lo que los políticos surgidos en los últimos años, desde Víktor Orbán en Budapest hasta Vladímir Putin en Moscú pasando por Donald Trump en Washington, han cultivado con tanta habilidad.



'Hambruna roja' pone el acento en el miedo de Rusia a perder Ucrania, territorio que siempre trató como una colonia

El fantasma del choque entre nacionalismos también recorre Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania. El nuevo libro de Applebaum ofrece una historia detallada de la gran hambruna que mató como mínimo a alrededor de cinco millones de soviéticos, más de 3,9 millones de los cuales eran ucranios, alcanzando su máxima gravedad en 1933. Varios años antes, Stalin había empezado a obligar sin piedad a millones de pequeños campesinos independientes a desplazarse a las nuevas granjas colectivas que tenía la certeza de que iban a aumentar la producción y alimentar a las ciudades soviéticas. Como es comprensible, los campesinos se resistieron a abandonar sus tierras, en muchos casos sacrificaron y se comieron el ganado que se les había ordenado llevar con ellos y, una vez integrados en los colectivos, a veces a punta de pistola, tenían poca motivación para trabajar.



Una brigada de activistas muestra con orgullo los sacos de trigo y maíz que han descubierto

Sin duda, todo esto forma parte de la historia, pero la autora de Hambruna roja pone el acento más bien en un aspecto de gran relevancia para la actualidad: el temor duradero de Rusia a perder un territorio que durante mucho tiempo trató como una lucrativa colonia. Incluso Alejandro II, el zar reformista que concedió la libertad a los siervos, ilegalizó los libros y revistas locales y prohibió el uso del ucraniano en los teatros y la ópera. La mayoría de los escolares debían recibir su educación en ruso aunque, a pesar de la numerosa presencia de habitantes de etnia rusa en las ciudades de Ucrania, en el campo la mayoría de la población hablaba la lengua vernácula.



En el caos de la disolución de los imperios tras el final de la Primera Guerra Mundial, Ucrania se declaró independiente, pero su tierra negra, famosa por su fertilidad, y los puertos del mar Negro eran presas tentadoras para los movimientos independentistas rivales, para los rusos blancos tanto como para los bolcheviques, y para los vecinos del territorio. Después de varios años de lucha extremadamente encarnizada (en 1919 Kiev cambió de manos más de 12 veces), Ucrania fue dividida entre dos Estados recién creados: Polonia y la Unión Soviética, que se llevó la parte del león.



Ya antes de la desastrosa imposición de la agricultura colectiva, los dirigentes de la nueva Rusia "siguieron el precedente sentado por los zares", afirma Applebaum. "Prohibieron los periódicos, eliminaron el uso del ucraniano en los colegios y clausuraron los teatros". A mediados de la década de 1920, una vez establecido firmemente el poder soviético, el régimen ensayó una política diferente, tal como había hecho en otras zonas no rusas de la Unión Soviética. Otorgó carácter oficial al ucraniano y permitió que se confeccionase un diccionario ucraniano-ruso definitivo.



Sin embargo, lejos de convertir a los ucranianos en felices soviéticos, este periodo de tolerancia limitada solo originó más peticiones de creación de colegios en lengua ucraniana para los casi ocho millones de personas de esta etnia que vivían en territorio ruso, así como de expansión de las fronteras de la república para que incluyesen a algunas de esas comunidades étnicas. El Kremlin, alarmado, dio rápidamente marcha atrás.



La hambruna planificada y la aniquilación de la cultura tradicional silenciaron a los ucranianos durante décadas
A finales de la década de 1920 se tomaron medidas severas contra la rama ucraniana de la Iglesia ortodoxa y se detuvo a miles de maestros e intelectuales del país, 45 de los cuales fueron sometidos a un simulacro de juicio en la ópera de Járkov. Miles de libros fueron retirados de los colegios y las bibliotecas, el proyecto de diccionario pasó a ser considerado subversivo, y muchos de los que trabajaban en él fueron detenidos y fusilados. A los periódicos y revistas en ucraniano se les entregaron listas de palabras que no debían utilizar así como de sustitutas más próximas al ruso. Incluso se eliminó una letra del cirílico ucraniano para que se pareciese más al ruso, como si el alfabeto fuese culpable de traición y tuviese que ser castigado.



Cadáveres sin recoger en las calles de Járkov

Entonces llegó el absurdo plan de convencer a algunos de los agricultores más productivos de la Unión Soviética de que abandonases sus tierras y se trasladasen para unirse al experimento de los nuevos colectivos. La medida no solo impuso un proyecto ideológico que no funcionó, sino que se aplicó con una crueldad que acarreó la muerte por inanición de millones de habitantes de las zonas rurales de etnia ucraniana. A las familias campesinas se les prohibió quedarse alimentos para su consumo, y equipos de miembros del Partido Comunista arrancaban las tablas del suelo y atravesaban los heniles con barras de hierro confiscando todo lo que encontraban, incluido el grano guardado como semilla para la siembra del año siguiente. A pesar de los esqueléticos cadáveres en descomposición de niños y adultos que se amontonaban junto a las calles y las carreteras y de los lobos que invadían las granjas abandonadas, las confiscaciones continuaron, en parte para conseguir grano que el Estado pudiese vender en el extranjero. Cuando hasta los cargos leales al Partido expresaron sus objeciones, fueron expulsados, encarcelados o fusilados. Si no se hubiese atajado la resistencia a las apropiaciones y las colectivizaciones, escribió Stalin a su secuaz Lázar Kavanóvich en 1932, "habríamos perdido Ucrania".



La hambruna planificada, la ejecución de los mejores artistas e intelectuales del territorio, la destrucción de iglesias y la aniquilación de la cultura rural tradicional silenciaron mediante el terror a cualquier ucraniano que aspirase a la autonomía o la independencia. Al final, 60 años después, lo que Stalin había temido ocurrió casi de la noche a la mañana, y Rusia perdió Ucrania. La historia de lo sucedido a principios del siglo XX entre estos dos pueblos trágicamente entrelazados constituye el telón de fondo del implacable deseo de Putin de volver a lograr influencia y control sobre Ucrania.



Applebaum ha escarbado meticulosamente en una amplia variedad de fuentes: relatos orales de supervivientes; archivos nacionales y locales en Ucrania, incluidos los de la policía secreta; y archivos en Rusia abiertos en la década de 1990 y luego vueltos a cerrar en parte, aunque no antes de que varios investigadores publicasen recopilaciones de documentos procedentes de sus fondos.



Una de las historias de la hambruna se debe al joven periodista galés Gareth Jones, quien en 1933 recorrió a pie más de 60 kilómetros a través de los distritos desolados por el hambre y, tras abandonar el país, escribió una de las pocas descripciones de la carnicería hechas por un testigo ocular que se publicaron en la prensa occidental.



Applebaum narra además la historia menos conocida de cómo, después de que el galés denunciase los hechos, el Gobierno de Stalin consiguió intimidar a los corresponsales británicos y estadounidenses en Moscú para que negasen sus afirmaciones, aun cuando algunos de ellos le habían servido de fuente. El asunto sirve de recordatorio de hasta dónde son capaces de llegar los demagogos con el fin de eliminar o distorsionar la verdad, un problema tan presente hoy en día como en la Unión Soviética hace ocho décadas.



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