Herta Müller. Foto: Cato Lein

Traducción de Isabel García Adánez. Siruela. Madrid, 2018. 236 páginas. 22,95 €. Ebook: 11,39 €

Es imposible salir ileso de la lectura de Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. Para que ustedes se hagan cargo de la dimensión de los textos que componen este libro de Herta Müller (Rumanía, 1953), deben pensar, en primer lugar, en cómo la experiencia de la madre arraiga en la hija a través de sus silencios. Imaginen un día de enero de 1945 en la región rumana del Banato: el paisaje está cubierto por un manto espeso de nieve y la madre, todavía una joven sola, sale de su escondite, helada y hambrienta. Ella, igual que otros ochenta mil rumanos de origen alemán, fue deportada a un campo soviético de trabajos forzados para expiar la culpa colectiva por los crímenes de Hitler. Piensen a continuación en un pobre camionero borracho, que apenas sí soporta su pasado como fervoroso nazi de las SS. Consideren qué pasaría si ese hombre fuera su padre; pues bien, eso es exactamente lo que le ocurre a Herta Müller.



Estos ensayos son abrumadores por la sinceridad con que la ganadora del premio Nobel 2009 mira a los ojos de sus fantasmas. Y digo "fantasmas" porque cuando en 2004 accedió al expediente que se le había abierto durante la dictadura comunista de Ceauçescu descubrió unos documentos que habían sufrido un evidente lavado de cara. En esos papeles se puede leer la consigna del régimen: "comprometer y aislar a Cristina". El estado le robó el nombre y trató también de robarle la identidad y la vida. Sin embargo, no hay registros de los interrogatorios ni de las torturas; nada de las calumnias ni las amenazas. Tuvo además que hacer frente a los insultos de sus compatriotas o en palabras de la escritora: "la patria es alguien dispuesto a denunciar a un vecino".



Esta colección de ensayos es abrumadora por la sinceridad con la que Müller mira a los ojos A sus 'fantasmas'

Müller escribe Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío contra el miedo a morir y contra el hambre crónica; contra los sistemas totalitarios y sus prácticas inhumanas. Su testimonio adquiere la relevancia de documento histórico que duele, de pieza de arte engastada en un gabinete de atrocidades que nos atraviesa los huesos y nos los llena de frío. Estos textos son, además, una impresionante carta de amor a la literatura como territorio de libertad y como espacio para el alivio de los daños irreparables. Una epístola emocionada que pone en diálogo la escritura y la vida; por eso los análisis poéticos de Müller, más allá de la crítica literaria, constituyen un ejercicio político de denuncia y de resistencia contra la maquinaria perversa de los estados tiránicos. No en vano, la autora confiesa que empezó a escribir tras la muerte de su padre en busca del perdón, un intento tal vez de encontrar una posición intermedia entre el odio y el amor, un lugar desde el cual tratar de comprender y de aliviar la rabia y la vergüenza.



Esta obra es también un tributo a los escritores exiliados, expatriados, silenciados y acosados por las dictaduras: hay un sentido homenaje a Cioran como hombre que se negó con rotundidad a que el ser humano fuera usado al servicio de ninguna causa; están también los versos del poeta Oskar Pastior: una escritura desnuda y disfrazada, siempre con la soga de Ceauçescu al cuello; conocerán al autor judío Theodor Kramer, de quien Müller dice que es el poeta de aquellos que han sido privados de las cosas más esenciales de la vida. Leemos con Müller y se nos cargan las espaldas con todo el peso del siglo XX.



Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío está escrito desde la convicción de que la metáfora es una de las herramientas más valiosas para revelar las verdades ocultas tras los silencios, tras los cuerpos violentados por las guerras y las dictaduras. La autora rumana rasga la superficie de los objetos, de los gestos cotidianos y las palabras gastadas con mano delicada y firme; hace emerger lo real a través de imágenes conmovedoras y casi insoportables porque apelan, afiladas y directas, a nuestros cuerpos y a nuestras consciencias: la nieve se convierte en un delator implacable y frío, un cucurucho de cerezas se transforma en una amenaza de muerte o los interrogatorios son espejos que multiplican siempre al mismo tío, siempre la misma humillación y el mismo miedo.