Reina del jazz, drogadicta, diva, puta… Mil leyendas perlan la historia de Billie Holiday, en gran parte por las mentiras que incluyó en su autobiografía, Lady sings the blues (Tusquets). Acababa de salir de la cárcel cuando la escribió pero como sus amigos la amenazaron con querellarse si sus nombres aparecían en sus páginas, acabó publicando un retrato desmemoriado en el que sobre todo faltaba la verdad. Y esa es la que triunfa en Con Billie Holiday. Una biografía coral, el libro que recupera Libros del Kultrum.
En realidad, el libro es la crónica de una prolongada pasión, la de Linda Kuehl, una mujer fascinada por Lady Day. A lo largo de treinta años, Kuehl recorrió Estados Unidos entrevistando a más de ciento cincuenta amigos, vecinos, camellos y músicos de Billie Holiday. Acumuló miles de conversaciones, recortes de noticias, carteles, intentando extraer de ese ingente material un libro, pero fracasó, perdida en el laberinto de las primeras páginas. El proyecto se hubiera malogrado sin la novelista inglesa Julia Blackburn, que optó por la simplicidad, encabezando cada capítulo con el nombre del entrevistado para armar, a través de los testimonios, el puzzle de la vida de Lady Day.
Nacida el 7 de abril de 1915 en Filadelfia, Eleanor Fagan (adoptó el nombre de Billie en homenaje a Billie Dove, su actriz favorita) era hija de Clarence Holiday, un guitarrista de 16 años con el que jamás tuvo demasiada relación, y de Sadie, de 19, que la abandonó en manos de una hermanastra. El desamparo de la niña era tal que en 1925 la llevaron ante un tribunal de menores y pasó un año en la Casa del Buen Pastor, el reformatorio local, por “faltar a clase y carecer de las atenciones y de la custodia adecuadas”. Cuando salió, se reunió con su madre y su nuevo novio, pero la noche de Navidad de 1926 fue violada por un vecino, y la volvieron a internar en el reformatorio. Al cabo de tres meses volvió con Sadie, que trabajaba en un burdel. ¿Y Billie? “Hacía lo que las demás… un polvo o dos marcaban la diferencia entre comer o no…”, recuerda un vecino.
También descubrió decenas de tugurios en los que podía cantar, lugares en los que, según otro viejo amigo, “ibas con tu maría, ponías música y te colocabas. Por 25 centavos comprabas tres canutos, y de los buenos”. Porque entonces, en plena Ley Seca, comprar alcohol era ilegal pero fumar marihuana no. Cuando en los años 30 comenzó la lucha antidroga, ya era tarde: no sólo Billie estaba enganchada, también eran adictos Miles Davis, Dizzy Gillespie, Duke Ellington, Louis Armstrong, Sonny Rollins, Sarah Vaugham y Charlie Parker…
Al morir, tenía en el banco menos de un dolar. Ese año, los derechos de autor de sus discos rentaron más de 100.000
Poco a poco, Billie Holiday fue conquistando Harlem. El músico Bobby Tucker recuerda que “no sabía cantar a pleno pulmón, pero sí sabía contar una historia, y había algo especial en cómo sentía lo que cantaba. Tal vez tuviera que ver con el dolor”. Cantaba veinte, treinta temas. Luego, al amanecer, seguía la juerga. Tenía dinero y lo gastaba sin freno, dando “de comer a todo el mundo durante años sin despeinarse. Cualquier músico podía ir a su casa, comer, pedirle dinero. Y podían hacerlo cada día”, recuerda en el libro el cantante Babs Gonzales.
El problema es que en sus relaciones personales solía repetir el modelo aprendido en la infancia: quería ser quien mantuviese a su hombre, y necesitaba que este le demostrase con violencia que ella le importaba. Conocía a un músico (o empresario, o vividor), se enamoraba y cuando surgían problemas (y con Billie no tardaban en aparecer), desaparecía con su dinero. Y vuelta a empezar. Nada grave hasta que comenzaron los problemas. Del primero, causa quizá de los demás, tuvo la culpa una canción sobre una fruta desconocida (“Strange fruit”) con “sangre en sus ramas y sangre en sus raíces”. Al principio Billie no fue consciente de lo que cantaba, pero el compositor Abel Meeropol se lo explicó: la fruta “que será pasto de los cuervos / presa de la lluvia, juguete del viento”, era un negro linchado por el Ku Klux Klan. Y la interpretación de Lady Day fue prodigiosa, “dramática y emocionante”. En la América de la segregación, la canción fue una provocación que muchos, empezando por el FBI, no le perdonaron. Por eso, cuando hubo que buscar una celebridad –negra– a la que escarmentar por su drogadicción, no encontraron a nadie mejor. Tras pasar ocho meses en la cárcel salió desenganchada pero sin un centavo y sin la cabaret card que le permitía cantar en Nueva York, lo que la obligó a recorrer el país con su banda.
Murió el 19 de julio de 1959, víctima de la cirrosis y bajo arresto por posesión de drogas. Tenía 44 años y menos de un dolar en el banco, aunque solo ese año los derechos de autor de sus discos superaron los cien mil dólares. Su mejor epitafio lo escribió ella misma, en su autobiografía: “Nadie entona la palabra hambre o canta como yo la palabra amor”.