Leer a Hannah Arendt (1906-1975), sobre todo si uno viene de cubrir una campaña electoral de 2019, provoca el mismo efecto que subir en ascensor ultrarrápido desde un sótano enrarecido hasta la azotea de un imponente rascacielos. Pero ese efecto no sólo lo produce la gigantesca estatura intelectual de la pensadora judía, sino igualmente su coraje temerario a la hora de defender posiciones que ella creía verdaderas al margen de las desagradables consecuencias que su claridad le acarrease en el mundo académico como en el mediático, e incluso entre los de su raza.
Estos dos volúmenes que recogen su obra ensayística inédita en forma de libro -desde artículos y conferencias hasta coloquios y entrevistas- no en vano se titulan Pensar sin asideros. Arendt llevó la disposición insobornable del filósofo liberal al extremo de su compromiso, y ya se sabe que el precio de la independencia a menudo suele ser la soledad. Despreciaba la tradición de la metafísica occidental -en eso era marxista- no por soberbia, sino porque se daba cuenta de que el siglo que le había tocado vivir, el terrible siglo XX, había liquidado las categorías de lo concebible hasta entonces. Tocaba levantar un nuevo corpus filosófico para comprender al hombre. Al hombre capaz, por ejemplo, de diseñar el Holocausto o el Gulag.
Desde Sócrates llamamos pensamiento al diálogo interior, a la conversación con uno mismo de cuyas tesis y antítesis surge la idea original, matizada, comprensiva. Estos libros están tan atiborrados de ellas que proporcionan un festín para la inteligencia. La mente de Arendt -gran admiradora y crítica de Marx, como tantos ilustres liberales desde Schumpeter hasta Berlin- funcionaba bajo un estricto procedimiento dialéctico, lo que le evitaba avanzar sobre las huellas equívocas del prejuicio o el lugar común. Pero Arendt fue sobre todo una pensadora política: por estas páginas desfilan análisis hondos de acontecimientos tan noticiosos como la revolución húngara contra Moscú o el debate entre Nixon y Kennedy, cuya grandeza de genuino primus inter pares Arendt detectó enseguida. Muchos de estos textos están fechados en la década epifánica de los 60, y leyéndolos uno tiene la sensación de que mientras Bob Dylan cantaba ahí afuera, Hannah Arendt iba destilando el sentido de la revolución contracultural en marcha.
Porque la revolución, en todas sus tipologías, fue uno de los grandes temas de Arendt. Entendió que Marx había cambiado la historia al situar la dependencia del trabajo y la necesidad de la praxis en el centro de la reflexión filosófica. El marxismo equivocó la profecía del colapso capitalista, pero acertaba al señalar la servidumbre productiva como la amenaza antropológica que hoy vemos cumplida en la triste paradoja del alto ejecutivo que trabaja como un esclavo. Arendt vuelve siempre a Grecia y Roma en busca de inspiración, y recuerda que el estatus de ciudadanía en la polis griega lo concedía la entrega al ocio y a la acción pública, pues la libertad de los atenienses era un concepto político. Aquella democracia sui generis se sostenía sobre la esclavitud de quienes no eran ciudadanos, pero su ideal cívico es reivindicado por Arendt: "La capacidad de actuar y hablar -y hablar es un modo de actuar- nos convierte en seres políticos". Es decir, en seres destinados a la construcción de su propia libertad y la de sus semejantes. Fueron los padres fundadores de la democracia americana quienes lograron materializar aquel ideal en los tiempos modernos frente al fracaso de los revolucionarios franceses, que triunfaron en la fase negativa de la revolución -destrucción del orden existente- pero no en la positiva, que precisa la creación de instituciones duraderas que eviten que la revolución devore a sus propios hijos a través del terror.
La obra de Arendt es un abrevadero inagotable de fundamentos democráticos en tiempos de involución y malestar
La curiosidad y perspicacia de nuestra autora no conoce límites. Anticipa el problema de la inteligencia artificial, cuando la máquina ya no suplanta solo la actividad muscular del hombre sino la intelectual, lo que conlleva una pérdida de dignidad identitaria que hoy vemos expresada en el voto populista. Redefinió la Guerra Fría como paz fría, pues la capacidad destructiva total vuelve caduca la frase de Clausewitz: la guerra ya no puede ser la continuación de la política porque no quedarían hombres para hacer política. Defendió el pluralismo de partidos y la cesión de soberanía frente a la trampa del nacionalismo, que permite mantenerse a tiranos como Stalin con tal de atizar el orgullo patriotero y xenófobo del pueblo. Criticó la idea religiosa de la igualdad basada en el dogma de la filiación divina de todos los hombres, pues le parecía que la Iglesia se desentendía en la práctica de procurar la igualdad material al desplazar la recompensa al más allá. Enemiga del peso de la tradición tanto como de la promesa del hombre nuevo, no hizo de ella ni una reaccionaria ni una revolucionaria, de modo que se granjeó los odios de tradicionalistas y marxistas. Y por supuesto fue la mejor intérprete del fenómeno totalitario, cuyo burocrático mecanismo de terror -que persigue la anulación no ya de la libertad de hacer sino de pensar- describió como nadie. "Un funcionario, cuando no es nada más que eso, es en verdad un individuo muy peligroso", le dice a su entrevistador Joachim Fest a propósito de Eichmann.
La contemporaneidad radical de Hannah Arendt convierte su obra en el fruto admirable de la libertad y en un abrevadero inagotable de fundamentos democráticos en tiempos de involución y malestar.