Se dice que si un viajero recorre en una semana China escribirá al menos un libro; si su aventura dura un mes, sólo se atreverá a pergeñar un artículo, pero si la recorre durante años, se sabrá incapaz de escribir nada, superado por una realidad siempre esquiva. El diplomático belga Simon Leys (Bruselas, 1935-Camberra, 2014) conoció bien esta sensación cuando en 1972 fue enviado como agregado cultural a la embajada belga en Pekín, con el encargo de estudiar durante seis meses el país y enviar informes de sus tesoros culturales. Ensayista, historiador de arte y crítico, Pierre Ryckmans (Simon Leys fue su seudónimo) era además uno de los mayores sinólogos de la historia, y quizá el primero en denunciar la crueldad de la Revolución Cultural china, que conoció de primera mano gracias al encargo del gobierno belga.
El resultado fue Sombras chinescas, un libro que hoy muestra una sorprendente vigencia, pues en él Leys descubre muchas de las causas que explican que una ciudad de once millones de habitantes como Wuhan haya soportado, sin aparentes protestas ni problemas, más de dos meses de cuarentena. O, dicho en palabras de Jean-François Revel, “releer Sombras chinescas será la comprobación de que, en el siglo de la mentira, la verdad a veces vuelve a levantar la cabeza y echarse a reír”.
Lo cierto es que, como señalaba el propio Leys en el prólogo del libro, el extranjero que quiere “tratar” de China solo tiene dos posibilidades: o recopilar los eslóganes y proclamas oficiales que de inmediato le proporcionará la propaganda gubernamental o espigar “desesperadamente” por su cuenta todas las migajas de esa realidad que se le hurtan, y coserlas en un conjunto de viñetas dispares. Así, comenta Leys, el viajero que recorre China en tres semanas conserva una espléndida impresión de su experiencia, porque las visitas son variadas y las jornadas no resultan agotadoras.
Sin embargo, si solo pudiera prolongar algo más su estancia comprendería el carácter extraordinariamente estrecho, monótono y repetitivo de cuanto se le permite ver. “Y para llegar a esta evidencia no le haría falta siquiera realizar, como he hecho yo, siete viajes consecutivos por las provincias”, destaca. Y es que, según el diplomático belga, las autoridades han logrado reducir “ese mundo inmenso y diverso que una vida entera no bastaría para explorar siquiera superficialmente” a las estrechas dimensiones de un pequeño circuito invariable, para uso exclusivo de extranjeros.
Un gigantesco escenario
En general, dice, el viajero se verá acomodado en un hotel (casi siempre el mismo) de gran lujo, de las proporciones de una fortaleza, situado en medio de un vasto jardín florido, en un suburbio apartado. En el restaurante le esperará la mejor cocina de toda la provincia, tiendas de lujo, una sala de fiestas con actuaciones en directo. Eso, en las capitales, de las que apenas llegará a conocer nueve o diez, siempre las mismas, por la imposibilidad de recorrer las decenas de miles con las que cuenta el inmenso país, y en las que vive más del 80 por ciento de la población. En cuanto a la China rural, que constituye la verdadera realidad del país, donde se decide su destino, sigue siendo un enigma para el occidental.
Mientras la población general vive fascinada por el lujo occidental, el ejército mantiene férreamente el control
El mismo escamoteo se aplica a la población. Para los extranjeros, los mil trescientos millones de chinos se ven reducidos a unas sesenta personas escogidas por su lealtad al régimen. “El mundo de las letras está invariablemente representado por dos o tres escritores, siempre los mismos, que están de servicio cada vez que se produce la visita de una delegación literaria”. O científica, o educativa, o comercial. La disidencia oficialmente no existe y si el curioso pregunta por el destino o situación de alguno de los más famosos enemigos del régimen, su consulta “será tragada sin ningún eco por las arenas dilatorias de una burocracia desconfiada y temerosa”.
Mientras la población general, extraordinariamente disciplinada, vive fascinada por el lujo occidental, el Ejército se encarga de mantener el control. El origen de su poder nace, según Leys, de los años de violencia y anarquía de la Revolución Cultural, que socavó el prestigio de las autoridades tradicionales –el Partido, los cuadros, la policía– dejando heridas en las mentes y las sensibilidades. Fue una experiencia traumática cuya huella aun es perceptible, aunque solo sea porque representó un punto culminante en veinte años de depuraciones periódicas, a menudo sangrientas, de dedicación sistemática de la agresividad y de la legitimación de la violencia y del odio.
La vida cotidiana de los saqueos, de las medidas vejatorias, de las venganzas, de las humillaciones, de las crueldades y de las sevicias infligidas so pretexto de la lucha de clases, la obligación de asistir y de participar activamente en la denuncia pública y en la puesta en la picota de vecinos, colegas, amigos y parientes, marcaron a la sociedad en su conjunto. Lo hizo en los años 70, cuando Leys escribió Sombras chinescas y lo hace aún hoy. Wuhan lo prueba, pese a que en estos 40 años China se ha convertido en una superpotencia económica mundial gracias a su dominio de las nuevas tecnologías y a su abundantísima mano de obra barata, al punto que, según el Banco Mundial, entre 2020 y 2030 podría superar incluso a Estados Unidos.
La eterna lucha por el poder
El problema, según el belga, estriba en que el régimen chino no ha llegado a hacer tabla rasa de los valores del maoísmo, solo ha perpetuado sus vicios, su censura feroz, su miedo, golpeando con saña los lugares más acostumbrados a la libertad: Hong Kong, Shanghai, Cantón, y sí, Wuhan. Porque hoy, como hace cuarenta años, todo sigue siendo en China “secreto de Estado”, sobre todo lo referente al Ejército y a los dirigentes supremos.
Pocos representan como Deng Xiaoping los vaivenes políticos chinos, con sus caídas en desgracia y rehabilitaciones
El panorama que pinta Leys es siniestro ya que retrata a una clase dirigente permanentemente desgarrada por la lucha por el poder, de manera que la camarilla victoriosa abandona periódicamente a sus colegas desafortunados a la furia popular tras haberlos denunciado y condenado por burgueses, incompetentes o corruptos. El vencedor se libra así de sus rivales y proporciona un desahogo al descontento de las masas, que reconocen en las nuevas víctimas a sus antiguos opresores y satisfacen sus ansias de venganza mientras reconocen el poder absoluto del Partido.
Valga como prueba la controvertida trayectoria del legendario Deng Xiaoping: caído en desgracia durante la Revolución Cultural, recuperado como dirigente en 1973, destituido de nuevo en 1976 y rehabilitado definitivamente tras la muerte de Mao, convertido en líder supremo de China hasta su muerte en 1997, fue también el rostro amable de un país que sigue siendo un enigma. Porque si, como decía Confucio, el verdadero saber consiste en ser capaz de medir la amplitud de nuestra ignorancia, pocos misterios desafían las certezas de Occidente con la sutil opacidad de China.