Representante de lo más granado del periodismo viajero de comienzos del siglo XX, su búsqueda de la verdad por encima de cualquier ideología hizo de Manuel Chaves Nogales una voz incómoda en una España dividida. Libros del Asteroide reúne por primera vez su Obra completa, que incluye sus nueve libros y sesenta y ocho artículos inéditos de los que adelantamos dos ejemplos que condensan su compromiso.
Los escritores de provincias
Días atrás, honrando la memoria del cronista de Granada don Francisco de Paula Valladar, dedicaba Fabián Vidal uno de sus más certeros comentarios a los oscuros y beneméritos patricios que allá en el fondo de las provincias españolas «se preocupan de cultivar el pequeño huerto florido del ayer, de desempolvar y descifrar viejos papelotes, de escribir las biografías de los grandes hombres que fueron gloria de la región, de recopilar leyendas, de recoger sucedidos históricos, de formar anales, de defender contra las injurias del tiempo y de los hombres las iglesias olvidadas, los castillos arruinados, las casonas de bellas puertas y complicados escudos de piedra, todo lo que perdura como testigo y legado de los siglos idos».
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Este elogio del escritor cortesano a los humildes escritores de provincias con ser tan cumplido, tan hondo y tan sincero, no debe bastarnos.
De buena gana yo tomaría estas palabras cordiales de Fabián Vidal como punto de partida para una campaña de revisión que diese el debido realce a la obra meritísima de esos hombres entre los que se hallan a veces los espíritus más refinados, más cultos y sutiles, perdidos, anulados en la indiferencia o el desdén de estas ciudades españolas que por no haberse encontrado a sí mismas, padecen aún la necia obsesión de buscar en el centro, en esta aglutinación amorfa de nuestro centralismo, su razón de ser.
Y como ellos están vueltos de espaldas a toda esta simulación de tráfago intelectual que por aquí se hace, quedan abandonados aun por la misma ciudad de sus amores, que pone su ideal en minar el último gesto cortesano, aunque este mimetismo sea al fin lo más triste y ridículo de las actividades provincianas, lo más deleznable y más irremisiblemente condenado.
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En medio del fracaso de estas sugestiones centralistas, lo único que se salva en provincias es la obra de esos otros hombres que, desechando la atracción centrípeta, conforman su labor intelectual a un verdadero y amplio concepto de ciudadanía, ante el cual se ve, por el contraste, cómo la obra total del centro es una obra traducida, obra de típica provincia intelectual.
Se desestima a esos hombres, por su falta de agilidad, de dinamismo; no se advierte, en cambio, que están poderosamente enraizados y que tienen una motivación clara y sucinta.
Se les tilda de pobres de espíritu, y ya quisiéramos poner nosotros en nuestra obra la espiritualidad, la devoción, el misticismo, la abnegación que ellos ponen en la suya.
El más oscuro de estos cronistas provincianos, el más ramplón de todos, infunde a su obra un amor y una honradez que son transparencia y luz para los verdaderamente inteligentes; el más rezagado, el de mayor pereza mental, da a su obra un valor documental, una emoción, que pocas veces se logra con las lucubraciones y las ingeniosidades cortesanas.
¿Dónde están, por otra parte, aquí en Madrid la espiritualidad, la aristocracia mental, el ambiente intelectual depurado? Ni en redacciones, ni en tertulias, ni en centros culturales se halla jamás la unción, el ambiente intelectual puro de las viejas provincias españolas, de esos Archivos municipales en los que un hombre paciente y cultivado cataloga sus papeleras o devana sus filosofías. Frente a esta visión de cultura neta y limpia, Madrid ofrece la confusión de sus ambientes literarios, sus promiscuaciones, su falta de valoración, su incapacidad para discernir.
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Repasar las colecciones de periódicos y revistas, rebuscar en los puestos de libros viejos, es descubrir la absoluta falta de valor de esos novelistas de gran público, de esos cronistas brillantes que indudablemente tuvieron un momento —como éstos de ahora— en el que llenaron toda la actualidad y creyeron e hicieron creer que sus obras tenían una trascendencia y un valor intrínseco de que carecían. A los puntos de la pluma acuden los nombres de este maestro de periodista, de aquel novelista insigne que fueron famosos un día y ya nadie les recuerda; pero ¿para qué citar con mengua sus nombres justamente olvidados, pese a la cordialidad de los supervivientes de aquellos fugaces éxitos, que quisieran hacerlos perdurables?
Nada debemos a ninguno de estos hombres; no hay ningún joven que tenga nada que aprender de ellos; es a los otros, a los humildes escritores provincianos, a quienes por lo menos deberemos algún día la geografía espiritual de España.
De ellos aprenderemos a distinguir los puntos cardinales de la espiritualidad nacional, hoy fragmentada y perdida en esos volúmenes descuidados y esos folletos mal impresos que removemos desdeñosos en los puestos de libros viejos.
Noticiero de Soria, 27 de marzo de 1924
La inmoralidad y la Iglesia
El arzobispo de Sevilla, señor Ilundain, ha dirigido a sus diocesanos una luminosa carta pastoral en la que condena la inmoralidad predominante, la glorificación de la carne y el «letal virus del sensualismo naturalista».
La intención es bonísima; lo deplorable es que la verdadera inmoralidad escapa indemne de los latigazos que quiere propinarle la prosa episcopal. La inmoralidad del mundo no está ya al alcance de los prelados, y es curioso ver cómo éstos, llenos de santa indignación, se debaten en el reducido círculo de sus naderías tradicionales, mientras la inmoralidad, invulnerable a sus disciplinas, anda rodando a su antojo por el mundo.
El señor Ilundain advierte, un buen día, desde su palacio episcopal, que después de la guerra se mantiene en la sociedad un terrible desequilibrio, que las cosas van de mal en peor, que «la familia padece hielo doméstico» y que la unión conyugal «sufre eclipses». Todo esto le apesadumbra y al fin le lleva, como de la mano, a escribir una carta pastoral.
Pero el señor arzobispo no es hombre que se parta de ligero; quiere documentarse bien, quiere señalar con el dedo, quiere tocar en la misma llaga con sus palabras. Para esto, se vale, tal vez, de alguno de sus familiares, acaso de un curita joven y despierto que entra y sale, va y viene, ve y oye, sopla y sorbe y es el cordón umbilical entre el mundo y la mitra. Este curita anda libre y desenfadado por calles y plazas, círculos y cafés, bailes y teatros. Después, llega al palacio episcopal, y, lentamente, con gran discreción y con suaves pausas, impuestas por el rubor, va contando al prelado lo que es el mundo, visto desde esos agujeritos que están vedados a los príncipes de la Iglesia.
Nuestro curita ha estado una noche en un teatro donde se representa género alegre; ha visto que tiples y coristas muy ligeritas de ropa bajan al pasillo de butacas y andan contoneándose entre los espectadores, con sus encantos, mal velados, al alcance de la mano. Esta nueva tentación le ha parecido más terrible que todas. A duras penas ha contenido su mano en el bolsillo de su pantalón de seglar y después ha ido a contárselo al prelado:
—¿Cómo es posible?
—Así es, ilustrísimo señor.
—¿Y andan así, casi desnudas?
—Casi desnudas.
—¿Hasta dónde?
—Hasta aquí...
—¿Y los hombres qué hacen?
—Las miran y... nada más.
—¡Las miran y nada más! ¿Pero es posible? ¡Qué depravación! Y el buen prelado coge la pluma y escribe:
«Nada digamos del culto a la desnudez exhibida descocadamente en las tablas de los escenarios y paseándose —así aseguran quienes lo saben— por entre los mismos espectadores en vergonzosa impudicia, un sí es no es velada con efectos luminosos que, más que atenuar, sirven para azuzar los incendios pasionales».
La castidad del curita ha sufrido en otras ocasiones el espoleo de los bailes de moda, ha vacilado ante la incitación de un vestido elegante y ha padecido una confusión inexplicable al ver las piernas desnudas y velludas de los futbolistas. Todo lo cuenta al prelado, quien sigue enjaretando a su catilinaria cada vez con más brío.
«Ya no son únicamente los antros de la impudicia; son los bailes donde, guardando formas exteriores corteses y atildadas, se anulan las distancias que la virtud cristiana de la honestidad reclama para salvaguardia de la inmunidad del corazón puro: son las modas inverecundas en los atavíos del cuerpo y en algunos deportes, vehículo de inmoralidad y piedra de escándalo para muchas almas, el grave mal social de la época actual.»
Secretos de confesión, terribles secretos de confesionario, le dictan este párrafo apocalíptico:
«Sube de punto el estrago moral y social, cuando la voluptuosidad mancilla el hogar doméstico, viola la santidad de la fidelidad conyugal, atropella los derechos de los esposos, rompe los vínculos sagrados de la familia, infama el honor de las esposas, o se burla de la confianza que el marido tiene depositada en su mujer legítima. Y desgraciadamente se preconiza hoy ese estado de relaciones familiares como un avance en la vida social y un progreso de la libertad, si ya no se pretende limitar la acción de la naturaleza con monstruosos abusos de sí mismos: ¡desventuradas mujeres las que, pisoteando el pudor y la virtud, se presten a tales contubernios! Quiera Dios que no haya que lamentar entre nuestros amados diocesanos corrupción tan reprobable».
Todo esto le lleva a adquirir el pleno convencimiento de que la abyección es «muy general y muy enorme». Se acuerda entonces del Diluvio, de los quince codos de agua sobre las crestas de las más altas montañas, y teme y no sabe cuáles sean los designios divinos, a la vista de esta corrupción.
Finalmente, halla la raíz de estos males en el materialismo, en las comodidades, en los avances de la ciencia y en el industrialismo, que apartan a los hombres del orden sobrenatural y relegan al olvido los valores morales. ¿Cómo es posible mantener aún este error? ¿Cómo puede hablarse de la crisis de los valores morales?
¿Cuándo han puesto los hombres el desprecio de sus vidas más por bajo de su ideal? ¿Cuándo ha sido la humanidad más disciplinada, más heroica, más hondamente idealista que ahora? No lo sería seguramente en el corazón del siglo XIX, cuando el señor Ilundain andaba por el mundo.
Pero, por lo visto, la inmoralidad que la carta pastoral condena no alcanza el rango que queremos darle, y puesto que se limita a los motivos de escándalo que puede sugerir el mundo en un adolescente tonsurado, hay que constreñirse a esa inmoralidad de alcoba y tocador, baile y teatro, que es la máquina de los anatemas episcopales.
No hay tal corrupción ni tales carneros. Ese reinado de la voluptuosidad, ese enervante sibaritismo, no son otra cosa que el mito de la moderna civilización. La vida es cada vez más ruda, más implacable. Los hombres trabajan más y gozan menos. En la calle más céntrica, en la avenida más suntuosa, en la más refinada ciudad, hay miles y miles de anacoretas. Gentes humildes y laboriosas, llenas de dolor y de inquietudes espirituales; empleaditos que salen de sus oficinas para meterse en la celdita estrecha de su casa; jornaleros, agotados por el trabajo, que padecen hambre, frío y sueño. En una gran ciudad, entre palacios, hoteles, teatros, cabarets, casinos y jardines, hay millares de hombres que viven en el desierto, desierto más implacable aún que el yermo de los anacoretas. Son más frugales, más resignados, más continentes, más devotos de lo sobrenatural, desde el momento en que ni siquiera ven la Ciudad de Dios con la diáfana realidad con que se ofrecía a los ojos de los antiguos cristianos. ¿Qué santo varón retirado al desierto ha cumplido la virtud del silencio mejor y más dolorosamente que este echador de café, a quien la disciplina social impuesta por los parroquianos no le consiente ni una palabra más de las que su función exige, que no tiene tiempo ni dinero para hacer amigos, que se mueve como la ruedecilla insignificante de una gran máquina y que se morirá un día sin poder hacer a nadie sus confidencias, sin encontrar quien le escuche amorosamente en medio de esta turbamulta? Por otra parte, el hermetismo de la ciencia moderna ha creado un grandísimo sacerdocio, cuya disciplina es más tiránica que la de rodas las religiones. Consagrar la vida a la filosofía, a las ciencias naturales o a la biología es más penoso que consagrarla a Dios.
¿Dónde está, pues, la corrupción de la vida moderna? ¿En los que quedan al margen de ella? ¿En los que forzosamente, si no se incorporan a la corriente universal de trabajo y honradez, van a su ruina y acabamiento? La vida de nuestra época tiene para los inmorales, para los corruptos, sanciones mucho más terribles que los anatemas episcopales. Verdad es que hay que deplorar otra inmoralidad —más en la colectividad que en el individuo—, y ésta sí que terrible azote del mundo, pero... ¡cómo ésa ni siquiera la atisba el prelado...!
Y otras boberías, no nos interesan, aunque tomen inusitada trascendencia a veces al incrustarse en la cerrilidad de un padre Calasanz.
España, nº 362, 24 de abril de 1923