La filosofía: su radicalidad y su fracaso
Decir que el hombre no debe ser radical en sus comportamientos no es, como suele creerse, una cuestión de temperamento, de suerte que queda, a fin de cuentas, a su arbitrio deber ser o no deber ser radical en su conducta. Todo en el hombre es problemático, cuestionable, parcial, insuficiente, relativo y aproximado. Darse cuenta de esto es ser, de verdad, hombre, coincidir consigo, estar al nivel de humanidad. En cambio, conducirse radicalmente es desconocer esa relatividad y cuestionabilidad que son la consistencia elemental del Hombre y, por tanto, es ceguera y es caer a un nivel infrahumano. No hay más que una actividad en que el hombre puede ser radical. Se trata de una actividad en que el hombre, quiera o no, no tiene más remedio que ser radical: es la filosofía.
"La filosofía es una ocupación que no vive de su éxito. Al contrario, se caracteriza por ser un fracaso permanente"
La filosofía es formalmente radicalismo porque es el esfuerzo por descubrir las raíces de lo demás, que por sí no las manifiesta y en este sentido no las tiene. No está dicho que la filosofía logre eso que se propone. La filosofía es una ocupación que no vive de su éxito, que no se justifica por su logro. Al contrario: frente a todas las demás actividades humanas, se caracteriza por ser un fracaso permanente y, sin embargo, no haber otro remedio que intentar siempre de nuevo acometer la tarea siempre fallida pero, ¡ahí está!, nunca rigorosamente imposible. Digamos, pues, que en la filosofía el hombre parte hacia lo improbable. Ya esto bastaría para hacer ver que la filosofía es conocimiento pero no es ciencia. Las ciencias no tendrían sentido sin un logro parcial de su propósito. Verdad es que acaso el propósito de las ciencias no es ser, en la plenitud del término, conocimiento sino construcción previa para hacer posible la técnica. Sin entrar ahora formalmente en la cuestión baste recordar este hecho irrecusable: los griegos que inventaron las ciencias no las consideraron nunca como auténtico conocimiento.
Y no se presuma tras esto ninguna idea abstrusa del conocimiento a que solo se llega mediante complicadas lucubraciones en que los filósofos se hayan complacido. Al revés, quiere decir que lo que el hombre de la calle entiende buenamente cuando oye el vocablo ‘conocer’ no es lo que las ciencias se proponen y hacen. Porque el hombre de la calle no entiende las palabras con reservas mentales sino en la generosa integridad de su sentido. Por conocimiento entiende conocimiento pleno de la cosa, integral saber lo que es. Ahora bien, las ciencias ni son ni quieren ser esto. No se proponen, sin más, averiguar lo que las cosas son, fueren estas como fueren, cualesquiera sean las condiciones en las que se presenten, sino, al contrario, parten solo hacia lo probable, inquieren de las cosas no más que lo que es de antemano seguramente asequible pero, a la vez, prácticamente aprovechable.
Por tanto, lo que sí es una idea abstrusa y reclama complicadas lucubraciones es considerar eso que las ciencias efectivamente hacen como conocimiento, puesto que referido a ella el sentido de este vocablo queda gravemente amputado y ortopedizado; en rigor, es un híbrido de conocimiento y práctica. Cierto que las ciencias no consiguen tampoco todo lo que se proponen y su logro es sólo parcial. Pero en la filosofía el logro es total o no es. De modo que las ciencias son ocupaciones logradas, pero no son propiamente conocimiento y en cambio, la filosofía es una ocupación siempre malograda, pero consiste en un esfuerzo de auténtico conocer.
Lo que la filosofía tiene de constitutivo fracaso es lo que hace de ella la actividad más profunda del hombre, duramente, la más humana. Porque el hombre es precisamente un sustancial fracaso, o dicho en otro giro: la sustancia del hombre es su fracasar. Lo que en el hombre no fracasa o fracasa solo per accidens es su soporte animal. Fracaso en cuanto no llega a la raíz, acierto y logro en cuanto mira a todas las demás actitudes del hombre, opiniones, etc. Con ser fracaso –mirada en absoluto– es siempre más firme que cualquiera otra vida y mundo. [...]
La filosofía ha fracasado siempre. Mas en vez de quedarnos aquí, debemos preguntarnos si no es la misión positiva de la filosofía eso que llamamos su fracaso. Porque lo curioso es que en cada época su filosofía no es sentida como fracaso; es la época posterior quien la ve así. Pero la ve así porque ella ha llegado a una filosofía más completa y esta menor integridad o integración de la antecedente es lo que llamamos su fracaso.
Cuando subimos una montaña cada uno de nuestros pasos es la aspiración de llegar a la cima y si el que ahora damos mira hacia atrás le parecen sus congéneres anteriores un fracaso. Cada paso es como el último, aspiración de llegar a la cima y creerse ya en esta. El hombre se cree siempre centro del horizonte y cima del mundo.
Leibniz, el primer pensador occidental pesimista
La mente de Leibniz es divisoria en la historia de la filosofía. Hasta él avanza en crescendo el optimismo radical del pensar que se inició en Grecia con la filosofía y que tiene su prehistoria en la mitología helénica y hasta en zonas aún más remotas, anteriores a la mitología. Pero, a la vez, en Leibniz comienza el pesimismo. Éste aparece ya a la vista en su gran discípulo Kant. Este pesimismo larvado que encontramos dentro del optimismo leibniziano se encuentra en casi todas las dimensiones de su sistema, pero sobre todo en lo que es cima de su metafísica, en la doctrina de las mónadas que no hemos podido afrontar en este breve discurso. La idea de mónada tiene en Leibniz el papel de dar razón y servir de fundamento a la segunda “verdad de hecho primitiva” que agrega al cogito cartesiano. En efecto, no sólo es verdad que existo como pensante, sino que pienso una muchedumbre ilimitada de pensamientos, plura a me cogitantur (varios son pensados por mí). Esto reclama una muchedumbre ilimitada de realidades a que aquella muchedumbre mental corresponde, si bien con una correspon- dencia que no necesita ser adecuada.
"Este pesimismo larvado que encontramos dentro del optimismo leibniziano se encuentra en casi todo su sistema"
No hay, pues, mónada si no hay infinitas mónadas, y no hay infinitas mónadas si no son discernibles, y no son discernibles si no posee cada una diverso grado de realidad, esto es, de perfección, ya que para Leibniz “perfección” es quantitas realitatis (cantidad de realidad). Por tanto, no hay mónadas si no hay relativa imperfección. Ésta consiste en la percepción confusa, que es un mal. De donde resulta que sin este mal constitutivo, adscrito a la raíz de cuanto es –salvo Dios– no podría haber nada. Un ente –salvo Dios– que no fuese imperfecto sería un “desertor del orden general”. También el optimismo de Platón es utópico. [...]
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Sobre la verdad y los sentidos
Este es el lugar de decir algo a mi juicio fundamental. No solo es injustificada la fe en los sentidos sino que ni siquiera ha lugar a discutir si unas veces nos engañan y otras no. Porque la verdad es que los sentidos no pretenden siquiera ser veraces. Es esta una tontería que se arrastra por toda la historia de la filosofía y ha motivado una polémica inexplicable como lo son todas las que disputan sobre un problema que no existe. La función de los sentidos como tales no tiene nada que ver con verdad y falsedad; no es una función teorética sino pragmática y aun en su más amplio género zoológica. Nos avisan a nosotros ni más ni menos a trasmano de esto y de lo otro con que tenemos mentalmente que contar. Son semáforos. Esta función la sirven como son servidas todas las biológicas, unas veces bien y otras mal. La cuestión de la verdad y la falsedad comienza cuando nuestra inteligencia atribuye deliberadamente, esto es, ya teoréticamente, un valor y papel en el conocimiento. Esta atribución que es ya teoría es lo único que puede, en efecto, ser verdadero o erróneo.
"No solo es injustificada la fe en los sentidos sino que ni siquiera ha lugar a discutir si unas veces nos engañan y otras no"
Esta confusión y empaste entre lo que la sensación por sí hace y es, con un principio teórico completamente ajeno a ella, que define su función o papel en la teoría del conocimiento, es lo que es hora M –¡caray!– de descepar. Como esa confusión es básica y cometida a fondo, en estado de paradisíaca inocencia filosófica, en Aristóteles y ostensa caricaturescamente en sus herederos los estoicos, conviene aquí dar el último perfil a lo dicho antes. Por eso fue menester sacar a relucir el estoicismo donde la cosa aparece ostentosamente. Distinguen estos el arrebato cataléptico. Ver Natorp, Forschungen 269; y Sexto Empírico, 1.19 y 20.2.
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Crítica a Heidegger
Es inconcebible que en un libro [alude a Ser y Tiempo] donde se pretende “destruir la historia de la filosofía”, en un libro, pues, compuesto por un tonso Gedeón no se encuentre la menor claridad sobre lo que significa ser y encontremos ese término en ricas variaciones de flauta, como sentido del ser, Seinsinn, como manera de ser, Seinsweise, como Sein der Seinden o ser de los entes, etc. El hecho es que pese al trompeteado anuncio y a los torniscones que llegan al lector tropezando constantemente con este término en el libro, Heidegger no se ha planteado originariamente el problema del Ser, sino una vez más, ha ido a clasificar los Entes [y] añadir un nuevo tipo de Ente, que llama arbitrariamente Dasein, aprovechando poco dignamente el azar de que el alemán tiene el doblete latino Existenz. Y cargar la atención –esto es lo más fértil de toda la andanza– sobre el modo de existir ese Ente, si bien olvidando enuclear el modo de existir de los otros tipos de Ente. Pronto veremos cómo Descartes, no obstante sus fantásticas dotes, falló por no hacerse cuestión del concepto Ser, sino partir, sin más –él, que pretendía reformar hasta de raíz la filosofía– de la venerable y fosilizada ontología ecolástica. Este fue su deficiente radicalismo.
Pero lo mismo ha hecho Heidegger. Parte de cosa tan corrupta y agusanada como es la ontología escolástica más aún, de la extravagante distinción que desde Santo Tomás hace ésta entre esencia y existencia –en la cual nadie ha conseguido jamás ver nada claro–, lo que le lleva también arbitrariamente a afirmar que en el hombre ambas dimensiones del Ente se dan en una relación peculiar: lo cual, si se acepta aquella distinción, no es verdad. Porque no hay no ya tipo de Ente sino ente específico alguno en que esa relación no se de con carácter peculiar. Como que por eso no tiene sentido la distinción. El color solo por ser color existe, y de otra manera que el sonido. Esto le llevó a lo que considera “distinción fundamental” entre lo “ontológico” y lo “óntico”, que lejos de ser fundamental o es trivial y vetustísima o es una distinción pedante e incontrolable que difícilmente seguirá sosteniendo hoy, y ha servido para que con ella se gargaricen y cobren gran fe en sí mismos los personajillos de todos los barrios bajos intelectuales del mundo, llámense Montmartre o Buenos Aires, sin olvidar Madrid. Pero sobre todo los “intelectuales hispanoamericanos” dispuestos siempre, como el buche del avestruz, a tragarse íntegramente la cal, la joya y el guijarro.
Párrafos extraídos de las Notas 394 y 395; pasaje de la conferencia ‘Del optimismo en Leibniz’ (1947) y Notas 335 y 400, todo de la edición de Editorial CSIC