El 30 de junio de 1921, el Ejército español en la zona oriental del Protectorado de Marruecos, a las órdenes del general Manuel Fernández Silvestre, sumaba 361 oficiales y 9.303 soldados, repartidos en 121 posiciones, que disponían de 2.578 cabezas de ganado. Tres semanas después, las cifras pasaban a ser 588 jefes y oficiales, y
16.582 de tropa, además de 3.592 caballerías, distribuidas en 144 posiciones. Habría después una nueva revisión, y entonces aparecerían 845 jefes y oficiales, 20.139 de tropa y 5.251 cabezas de ganado. Pocos días más tarde, estas cifras no llegaban ni a la mitad. En la explanada de Annual, en las cuestas y los barrancos de Annual a Izumar, y más tarde en Monte Arruit, Nador, Zeluán y muchos otros lugares, los cuerpos exánimes de unos diez mil militares españoles, puede que más, alterarían las cuentas de forma dramática. Los hechos del barranco del Lobo, que apenas hacía doce años habían conducido a España, y singularmente a Barcelona, a una crisis social con pocos precedentes, se quedaban cortos ante la magnitud de lo sucedido en Annual el 22 de julio y, más fuerte aún, lo acontecido en el resto del territorio del Protectorado africano, donde algunas tribus rifeñas habían llevado a cabo una matanza gigantesca, acompañada de torturas sin cuento, de soldados y paisanos cristianos.
A muy pocos días de los terribles sucesos, un general apellidado Picasso recibió el encargo de buscar a los responsables de lo que se conoció muy pronto como el «desastre de Annual» en unos lugares, y como la «victoria de Annual», en otros. Picasso hizo en pocos meses un trabajo espléndido por su profundidad, su contención y su capacidad para no dejar nada suelto con los datos que se conocían por entonces. En 1923 el golpe militar de Miguel Primo de Rivera sirvió, entre otras cosas, para que los principales responsables de aquello no pagaran sus muchas culpas. Miles de cadáveres de oficiales del Ejército y de soldados de reemplazo quedaban pudriéndose bajo el sol africano sin que el país pudiera conocer de quién o de quiénes era la responsabilidad de aquellos bestiales hechos… Aparte de quiénes eran los autores directos, claro.
Las cifras de oficiales en activo se habían reducido por un sistema que nadie deseaba, pero no en la medida que España necesitaba. El procedimiento, por supuesto, nada tenía que ver con ninguna ley. En 1898, después del otro desastre colonial, el de Cuba y Filipinas, el Ejército español tenía 499 generales, cerca de seiscientos coroneles y unos 24.000 oficiales. Más del doble que el Ejército francés, de un país mucho más poblado y con unos recursos mucho mayores.
Ese desmesurado Ejército tenía unos deseos casi incontenibles de nuevas colonias que reemplazaran las perdidas en la desigual guerra con Estados Unidos. Los militares españoles eran decididamente colonialistas.
Como también lo era el Rey, o, mejor dicho, la Monarquía española. La mentalidad colonialista estaba muy extendida en toda Europa, aunque en el caso de España no tenía apenas territorio al que agarrarse… hasta que las grandes potencias europeas llegaron a un acuerdo para repartirse el norte de África. El continente africano había sido el blanco preferido para el gran reparto de tierra que los colonialistas europeos llevaron a cabo en busca de nuevos mercados y de unas riquezas minerales que se suponían desmesuradas. Por un tiempo, afortunadamente corto, hubo quien pensó en España que Melilla podía ser un nuevo Bilbao.
España y Francia, bajo el evidente predominio de la segunda, se repartieron el norte de África para llevar adelante una bondadosa política de protección que pudiera conducir a Marruecos a ser algún día un país civilizado y pasar a formar parte, o quizás no, del privilegiado núcleo de las grandes potencias.
Para ello, los estados coloniales tenían que conseguir algunos logros, como erradicar las hambrunas constantes o acabar con el analfabetismo. Cosas del subdesarrollo. Silvestre, que era el jefe del Ejército en Melilla, lo veía muy claro antes de liarse a tiros con quien osaba no obedecerle en la parte que le había tocado a España, el Rif, la más dura y agreste del norte de África:
Sería una inhumanidad, y se nos podría hacer gravísimo cargo por ello, dejar que muera de hambre un territorio que hemos venido a proteger y civilizar. Y ninguna ocasión mejor que ésta se puede presentar para que vea el indígena las ventajas de nuestra intervención, para que sienta cariño y gratitud a la Nación que lo salva de la miseria y de la muerte; y para que los demás pueblos observen también que somos capaces de resolver airosamente este conflicto, tomando medidas adecuadas en lugar de limitarnos a mirar, con los brazos cruzados, cómo van desapareciendo, por docenas diarias, todos aquellos que no pueden soportar las privaciones que sufren, y cómo quedan un gran número en tal estado de anemia y de consunción, que serán siempre cadáveres ambulantes sin lograr restablecerse jamás.
Silvestre se conmovía al ver a sus «protegidos» perseguidos de forma tan pertinaz por el hambre. Porque en 1921 se cumplían cuatro años desde que comenzara el ciclo de sequías aún vigente. Al parecer, sólo él, y nadie más, tenía el derecho a someter, matándoles si era preciso, a los duros rifeños. A los rifeños, que, orgullosos, se rebelaban levantando una bandera que a los generales españoles les resultaba muy extraña, la de blad es siba, la del territorio rebelde.
En 1921, Silvestre tenía sus propios planes: haciendo de Annual la base de operaciones de sus contingentes, preveía lanzar sus tropas sobre el frente temsamaní, cortar en dos la línea del río Amekrán y, con un avance múltiple, plantarse en la desembocadura de otro río, el Nekor. Desde allí, tenía al alcance de su mano el sueño de todos los generales españoles que habían guerreado en la zona: Alhucemas, la inviolada. No le salió bien.
Y eso a pesar de que estaba apoyado por una potencia europea. Renqueante, pero potencia, con una población que llegaba a más de veinte millones, y un PIB enormemente superior al del Rif. Por muy mal que estuviera España, sus diferencias con esta agreste pero pequeña región de Marruecos eran enormes.
Mejor le salió, en cambio, a Mohamed Abd el-Krim, que se puso al frente de un casi imposible aglomerado de tribus, que sumaban unos pocos cientos de miles de habitantes, a los que convenció para que se unieran a su idea de «guerra total», del pueblo en armas en pos de la que él veía como República del Rif. Un sueño contra otro.
Un guerrillero moderno anticolonialista luchó contra el Ejército de una potencia europea. Y venció.
Este libro es la historia de ese enfrentamiento que duró pocos meses, pero se fraguó durante años, porque empezó en lugares como Fez mucho tiempo antes. Un combate que se resolvió con una escandalosa derrota provisional de las tropas coloniales españolas en un lugar llamado Annual, aunque siguió en otros sitios, como Nador, Zeluán o, sobre todo, Monte Arruit. Entre ocho y trece mil soldados españoles perdieron la vida en aquellos días. Algunos a manos de los rifeños y otros a causa de la sed, el hambre, el paludismo, el agotamiento… Las responsabilidades sobre aquellos hechos quedaron bastante aclaradas por la instrucción impecable del general Picasso. Su expediente, con cientos de declaraciones de los supervivientes, constituye, sin duda, una fuente inestimable para todo aquel que pretenda reconstruir la historia del desastre de Annual.
Aunque Picasso, como es natural, dejó algún fleco suelto en su investigación. Flecos que han servido para que algunos historiadores plantearan tomas de partido extremas con la Corona de por medio. Y por eso hay autores que han desarrollado trabajos al respecto, algunos de ellos muy interesantes. Los de Julio Albi de la Cuesta, Juan Pando Despierto, Luis Miguel Francisco o tesis doctorales como las de Pablo La Porte, Alfonso Caballero Echevarría, María Gajate Bajo, Alfonso Iglesias Amorín, Jorge Luis Loureiro Souto, Charles Richard Pennel o El Mesaudi Faris-Ahmed.
La posible responsabilidad de Alfonso XIII en los hechos me parece de menor interés. En todo caso, se queda en un supuesto apoyo al general Silvestre para que se lanzara a sus planes de coquista. Si Alfonso XIII fue responsable de lo sucedido, lo fue por su actitud machista y sus atributos de rey indiscutido.
Lo que Annual puso en solfa fue el sistema, la pulsión colonialista europea. Los generales Manuel Fernández Silvestre y Felipe Navarro tienen, según el trabajo que sigue, una seria responsabilidad en los hechos acaecidos entre el 22 de julio y el 10 de agosto de 1921 en el norte de África. Su incompetencia raya la irresponsabilidad en todo el relato. Una incompetencia que es característica, una vez más, de todo el sistema colonial, de toda su planificación, que por ejemplo se basaba, sin la menor duda, en casi un centenar y medio de posiciones sin recursos propios y aislables por el enemigo. Abd el-Krim le dio una respuesta sencilla a esa planificación: la que en este libro se llama «estrategia de la sed». A la que se añade un sabio uso de su relación con las cabilas, las tribus con las que Silvestre habría tenido que llevar una política muy distinta.
Silvestre sustituyó en parte la corrupción por la fuerza. Abd el-Krim la eliminó entregando parte de un sueño a cada cabila.
La guerra, que según este libro pretende demostrar la comenzó España cuando bombardeó Axdir en el mes de abril, fue un conflicto tan sucio y tan limpio como tantos otros… hasta Monte Arruit, que en la lengua de los rifeños se dice Arruí, eliminando la «te» introducida por la arabización. Algunos guerreros rifeños se ensañaron entonces con los indefensos soldados españoles después de haberse rendido. Fue una acción de justificación imposible, ni siquiera por los agravios acumulados, que dejó a España apesadumbrada, herida y revanchista. Pero también a un Abd el-Krim muy herido en su prestigio. Las imágenes de los cadáveres son inequívocas. Aquellos hombres sufrieron mucho antes de morir y por ello, después, pagaron justos por pecadores. Porque tras el descalabro militar sufrido en el Rif, el Ejército español desplegaría todo su poderío contra el pueblo rifeño, masacrando a mujeres y niños, exhibiendo una crueldad igualmente infinita para vengar a sus muertos.
El libro también mantiene una tesis al respecto, y es que Abd el-Krim no controló, ni mucho menos, la situación. Los hombres de Metalza, Beni Bu Yahi y Beni Bu Ifrur, fueron quienes cometieron los peores excesos, espoleados por el enemigo desarmado y por viejos rencores personales y estafas mineras. Los datos encontrados sugieren que los hombres de Abd el-Krim no participaron en las matanzas ni en las torturas masivas que siguieron a la rendición del general Navarro, o al menos no las encabezaron. Puede ser excesiva la interpretación de María Rosa de Madariaga sobre las pugnas rifeñas en torno al trato de los prisioneros y vencidos como algo cercano a una guerra civil; pero es una idea que tampoco debe descartarse.
Hablar de Marruecos sin referirse a los trabajos de esta historiadora sería, como mínimo, algo osado. Como también lo sería no hablar de los trabajos de Germain Ayache, Charles Richard Pennel, o de Zakya Daoud, indispensables para seguir la pista de Abd el-Krim y de sus hombres en sus derroteros.
Este libro no tendría sentido si no fuera por la calidad de sus fuentes. Cualquier trabajo sobre este asunto tropieza con el mismo obstáculo, que es el de que algunas culturas ofrecen al historiador una base documental muy poco amplia y fiable, lo que tiene que ver con su grado de alfabetización. Los archivos marroquíes no contienen apenas datos sobre el lado rifeño de la historia. Hay un enorme desequilibrio entre la documentación abundante y de buena calidad del Ejército español, recopilada casi toda ella por el Servicio Histórico Militar (SHM), y la escasísima y dispersa documentación rifeña. Esto ha obligado a buscar datos por otras vías que suelen ser extraordinarias: la memoria oral y la literatura, por ejemplo.
Los larguísimos poemas del Rif, algunos de los cuales se han traducido por vez primera al castellano desde el amazigh o el árabe para este libro, o las canciones infantiles han sido una buena fuente. Los poemas se los aprendían de memoria hombres mayores, que eran quienes tenían tiempo para ello.
La memoria oral tiene muchos peligros de inexactitud. El contraste de los datos ha sido uno de los trabajos más pesados que se han presentado a lo largo de los meses que ha durado la preparación de este libro. En algunos casos, la memoria oral da unos frutos muy magros para el trabajo invertido. Pero esa impresión se revela falsa cuando se ve que unas horas producen medio folio de historia de verdad. Un medio folio de mucho valor.
Para ese trabajo —no sólo para eso, por supuesto— ha sido fundamental la participación en el libro de un hombre de sólida cultura, M’hamed Chafih, un bocoia natural de Alhucemas que habla el castellano con soltura de castizo madrileño, además del árabe, el rifeño, o amazigh, y el francés. Su curiosidad es, con mucho, una de sus grandes virtudes. Su conocimiento profundo del Rif y de la idiosincrasia de su gente ha sido fundamental para este trabajo.
Sonia Ramos escribe historia. Y, además, investiga en historia. Es una excelente compañera de trabajo y una incansable perseguidora del dato minucioso. Con Sonia resulta una negligencia monstruosa ser coautor y no haber leído todos los libros que tratan del asunto, sea el que sea.
El trabajo de ambos le ha dado al libro un carácter muy superior al que tenía en un principio. Empezó como el capricho de un escritor obsesionado, que quería saber qué pasó de verdad en 1921 en el norte de África, y acabó en la elaboración de un libro al que ha sido preciso quitar cientos de páginas para que sea manejable.
Sonia y M’hamed son, en realidad, coautores de este libro, al que han dedicado muchas horas entusiastas robadas a sus familias, y trabajando bajo las severas leyes que a todos nos ha impuesto la pandemia de la Covid-19.
He intentado ser fiel, a la hora de escribir la historia que el lector tiene entre manos, al espíritu de dos personas: Bárbara Tuchman y Santos Juliá. Al de ella, por su maravillosa insistencia en que la historia hay que contarla de modo que el lector disfrute. Y al de Santos porque supo unir una escritura de apariencia sencilla con el rigor y la creatividad que tanto admiramos en él.
Esta es una historia triste, porque acumula miles de historias tristes, casi todas de hombres jóvenes, españoles y rifeños, envueltos en una guerra colonial sin ningún sentido para los españoles y con todo el sentido para los rifeños, que defendían su casa, su tierra y querían volver a su independencia, discutible como todas, pero suya.
Al frente de los españoles, un general tan valiente como pagado de sí mismo, y, al frente de los rifeños, un increíble estratega sobrevenido, un hombre que aprendió sobre la marcha acerca del terreno en el que combatía y de quienes le siguieron. Fue, con seguridad, el más eficiente luchador, político y militar, anticolonialista de principios de siglo. Y uno de los primeros.
Esta historia había que contarla con todos sus protagonistas. Es lo que hemos intentado.