“¡De qué cantidad de cosas y cuántas veces hemos tenido los exiliados, los emigrados, que despedirnos!”, clamaba el escritor austriaco Stefan Zweig en 1939 en el funeral de otro paradigma del habitante de frontera, su amigo Joseph Roth. Apenas tres años más tarde, huido de todo en Brasil, él mismo emprendería el último viaje devorado por la angustia.
Anécdotas como esta, así como el relato de sus propios protagonistas, la reconstrucción de un mundo a la deriva y la necesidad de que todos estos protagonistas, los escritores e intelectuales más brillantes del siglo XX europeo no cumplieran la profecía anunciada por María Zambrano —“El exiliado es el devorado por la historia”— son los mimbres con los que la ensayista y crítica literaria Mercedes Monmany (Barcelona, 1957) teje Sin tiempo para el adiós (Galaxia Gutenberg), un monumental y totalizador volumen en el que condensa la historia de lo que otro trotamundos, el poeta León Felipe, llamó “el gran naufragio de Europa”.
Por sus páginas desfilan antinazis como los Mann, Alfred Döblin, Hannah Arendt y Robert Musil; rusos que huían de la tiranía soviética como Nabokov y Joseph Brodsky; confinados de la época musoliniana como Cesare Pavese y Natalia Ginzburg; españoles exiliados tras la Guerra Civil como María Zambrano, Luis Cernuda o Chaves Nogales, exiliados del Este como Witold Gombrowicz, Czesław Miłosz y Predrag Matvejevic; o escapados hacia Estados Unidos a causa de las incesantes olas de antisemitismo y la catástrofe del Holocausto como Isaac Bashevis Singer y Henry Roth. Toda una pléyade de autores que, lejos de sus hogares y su cultura mantuvieron viva la llama de la otra Europa, la que se opuso a la barbarie y la tiranía.
Recuerdos de familia
El empeño de Monmany por recopilar todas estas voces, por contextualizarlas unidas en un relato común —siguiendo el hilo del afán europeísta y reivindicador que late en sus anteriores trabajos Por las fronteras de Europa y Ya sabes que volveré— nace, confiesa, “de una especie de cuenta pendiente con mi propia biografía. Por mi parte francesa, mi familia era una familia de frontera. Durante generaciones habían sido propietarios de agencias de aduanas y se dedicaban al negocio de frontera. Detrás de esto tan simple, cruzar una línea, enseguida, como en cascada, venían muchas historias: a los españoles, nos decían, cuando al acabar la guerra cruzaban los Pirineos, se les encerraba en pavorosos campos de concentración, en Argelès, una playa en la que se bañaba la gente normalmente cuando yo era una niña, pero donde la gente había muerto de frío, de hambre, de tristeza, unas décadas antes”, recuerda la escritora.
También descubrió que durante la ocupación del país galo unos oficiales alemanes se habían instalado en su casa. “Aquello me impactó enormemente: pensar que esa casa en la que jugaba, comía y vivíamos la habían pisado unos abominables y despiadados invasores, los más temibles de aquellos días”, relata. “Personalmente, nunca pensé que aquella obsesión mía por los exiliados, por los huidos de las guerras, por los emigrantes que se iban de un día para otro, sin tiempo para el adiós, acabaría siendo un libro”, apunta.
Y, sin embargo, con el tiempo, Monmany acumuló una gran bibliografía que sería la base final de este ensayo. “Relatos de exiliados, novelas que trataban de las vidas de refugiados y emigrados, del momento de la dura llegada, de la adquisición de una lengua, de la nostalgia por la tierra perdida, o bien de la esperanza de un ansiado regreso, que en ocasiones ni siquiera se producía”, explica.
Las Biblias del exiliado
Monmany comenta que lo primero que le sorprendió a la hora de abordar este mapa del exilio fue la existencia de redes y núcleos formados por los expatriado. “Se veían a diario, llenaban los cafés, los bistrós, debatían, se peleaban, pero estaban unidos. Hubo redes de protección mutua, de solidaridad, de apoyo a la hora de seguir editando textos o simplemente para sobrevivir en el día a día”. Una forma de vida comunitaria, remedo del sentido de pertenencia a una sociedad que, por motivos políticos o raciales, les había negado el derecho a ser sus ciudadanos.
Todas estas vidas marcadas por el éxodo están muy bien contadas, explica la autora en “libros de memorias, correspondencias o ensayos de figuras como Nabokov, en el caso ruso, de Klaus y Erika Mann —que publican una especie de quién es quién de la emigración antinazi, Escape to Life— en innumerables ensayos del Nobel polaco Milosz, en el Diario de Gombrowicz, en poemas de Yorgos Seferis o Saint-John Perse, en libros maravillosos del gran autor rumano de nuestros días Norman Manea o del que fue gran amigo mío, el bosnio-croata Predrag Matvejevic”.
En este recorrido, también dedica la autora una mirada a nuestro país. “Por supuesto la huella de exilio será ya una presencia dolorosa e inseparable para un gran número de los más grandes escritores españoles que abandonan el país tras la guerra: Francisco Ayala, María Zambrano, Ramon J. Sender, Rosa Chacel, Luis Cernuda, Max Aub y tantos otros”.
El aguijonazo de la patria
Sin embargo, ese sucedáneo de vida en comunidad no significaba para muchos dejar de sentir el aguijonazo constante de una nostalgia por la patria perdida. Aunque Monmany recuerda que “estamos hablando de lúcidos intelectuales europeos, de exiliados que habían escarmentado y precisamente habían sido arrojados de sus naciones acusados de ‘escaso patriotismo’”, el dolor por la patria perdida, negada por otros, siempre estuvo ahí. “Se asemejaba a ese ‘dolor fantasma’ de los miembros amputados. De pronto, personas que antes no habían reflexionado especialmente sobre su país, en el momento de ser arrojados fuera de la que era su tierra, de ser desposeídos de la nacionalidad, obligándoles a darle la espalda y a emigrar, se vieron embargados por la ira y el sentimiento de injusticia”, explica.
"Aunque habían sido expulsados de sus países por su 'escaso patriotismo', el dolor por la patria perdida, negada por otros, siempre estuvo ahí"
A pesar de que muchos, como Hermann Hesse mantuvieron que “se podían perfectamente combinar varias patrias personales”, Monmany recuerda en el libro un fantástico artículo de Joseph Roth que habla de ser un “patriota errante”, como él se definía. “Un texto como siempre en su caso pespunteado de una melancólica y triste ironía donde decía que no había nada vergonzoso ni era ninguna ignominia ‘no pertenecer a ninguna nación ¿en qué consiste la deshonra?’”.
No obstante, en muchos de estos desterrados seguía latiendo, incluso décadas después, el deseo de regresar. Un anhelo muchas veces teñido de cierta mitificación, lo que inevitablemente desembocó en varias ocasiones en desencanto, pues el país del exiliado, aunque perviva, desaparece con él. “Es una de las grandes preguntas, y dilemas, que atraviesa mi libro: el momento del regreso. Es complicado. Creo sinceramente que el caudal de recuerdos del pasado, la violencia con la que fueron expulsados, las ofensas que sufrieron, la poca fe en que los bárbaros de la que fue su patria hayan sido por fin apartados de las instituciones, de la vida pública”, pesaron en muchos más que ese deseo de volver. La amargura pesaba mucho”, opina Monmany.
Cuando el mundo ya no existe
Ese fue, por ejemplo, el caso de Thomas Mann, que hasta el final se muestra escéptico y decide instalarse en Suiza, donde está enterrado. “Ya al final de la Primera Guerra Mundial, un escritor tan clarividente como Musil hablaba de esos ‘océanos de odio’ nacionalista de los que escapaban los espíritus libres y no fanatizados de aquellos días, un panorama que en muchos casos pervivió”, defiende la autora. Otro que nunca volvería, en este caso a Polonia fue Gombrowicz, que, tras años en Argentina, acabaría sus días en Vence, en la Provenza, un lugar siempre muy querido por los exiliados a lo largo de las épocas.
Más allá de las decisiones personales, hubo otros muchos que nunca tuvieron lugar al que volver. Escritores de culturas y realidades mixtas, hijas de mezclas seculares, como los imperios austrohúngaro o turco, cuyas implosiones dejaron rotos en pedazos modos de vida como los de la hoy ucraniana Lwów de Adam Zagajewski o la Esmirna griega de Seferis. “Ese debe ser, sin duda, el más grande de los desgarros, un dolor que no tiene fin ni solución posible: una patria, un lugar de ensueño, que normalmente coincide con el de la infancia, volatilizado, fulminado, al que jamás se regresará”, apunta Monmany.
“Es el caso de Seferis, con ‘la catástrofe’ que significó para los griegos la expulsión de Asia Menor, o de Zagajewski, con el destierro de los polacos de la bella Lwów, tras la Segunda Guerra Mundial, o de Marisa Madieri de su Fiume que ni siquiera se seguirá llamando Fiume”, destaca la escritora. “El escritor polaco Zagajewski en algunas de las más bellas páginas que existen sobre este hecho: el imposible retorno a un paraíso perdido definitivamente. Y lo relata el poeta a través de los testimonios de sus padres, de sus abuelos y tíos, una comunidad, obsesionada por la pérdida, reconocible sobre todo a través de inconsolables heridas y de cicatrices compartidas”.
La lengua como patria
Además de los trepidantes, dolorosos y sorprendentes relatos de los avatares vitales que construyen el ensayo, la autora se detiene en algunas reflexiones que forman parte asimismo de la vida en el destierro de los escritores. Por ejemplo, la cuestión central del idioma. “En la mayoría de los casos se mantenía la lengua como patria interior, íntima, pues esa era finalmente la última de sus lealtades en este mundo”, explica Monmany. Casos paradigmáticos de lo contrario serán, desde Nabokov, Celan y Cioran hasta la polaca Eva Hoffman, exiliada en Canadá huyendo del antisemitismo, que se ocupó de este hecho en su libro, escrito en inglés, Lost in Translation.
“En la mayoría de los casos los exiliados mantenían la lengua como patria interior, íntima, esa era la última de sus lealtades en este mundo”
Como recuerda Monmany, a excepción de los escritores españoles, instalados en su mayoría en países hispanoamericanos como México, Argentina, Chile, Perú, o Uruguay, “la mayoría de escritores europeos de otras lenguas —como los húngaros Agota Kristof, que escribirá en francés, o Arthur Koestler, que lo hará en inglés) el dilema permanece. ¿Qué hacer, abandonar la lengua propia, y quedar reducidos a un insignificante público de colonias de emigrados o pasarse a la lengua del lugar en la que podrán ser difundidos, y conocidos, sin problema por otros muchos?”, se pregunta la autora. “Muchos tomaron este camino, perdiendo como peaje un gran número de campos semánticos, de particularidades, sensaciones y expresiones que definían a cada momento la cultura abandonada”.
Volviendo la mirada al Este
Precisamente otra faceta que destaca en el ensayo de Monmany es que no se centra exclusivamente en los mucho más tratados “grandes exilios”, los debidos al nazismo, al comunismo soviético o a nuestra propia guerra civil, sino que abraca en estas páginas los avatares de muchos escritores de ese amplio espectro llamado el Este. “Ahí se encuentran algunos de los mayores genios de la literatura del pasado siglo. Muchas veces cuando se habla de un supuesto canon y de gigantes de la literatura europea la gente tiende a detenerse en Kafka, pero hay que avanzar bastante, más”.
Así, reivindica la autora a figuras como los polacos Milosz y Gombrowicz, el húngaro Imre Kértesz, el serbio Danilo Kis o el autor en lengua yiddish Isaac Bashevis Singer. “Intelectuales como Claudio Magris, que para mí aparte de amigo ha sido un maestro, o Roberto Calasso, en su doble papel de escritor y editor, han sido plenamente conscientes de esto: de que había una parte europea, el Este, que no había que descuidar en absoluto”.
En este sentido, más allá de estos grandes maestros del siglo pasado, Monmany señala a autores actuales como el bosnio Faruk Sehic, “que ha sido un descubrimiento para mí insustituible de los últimos años”, su compatriota Velibor Colic, “autor de un excelente Manual del exilio, escrito en francés, país donde reside; y “a la magnífica y lucidísima Dubravka Ugresic, que desde la desmembración de la antigua Yugoslavia vive en los Países Bajos, aunque sigue escribiendo en lengua croata. Igual que siempre defino a María Zambrano como la gran pensadora del exilio, no sólo español, Ugresic, en nuestros días, ha hecho de los exiliados, los emigrados y apátridas un deslumbrante centro de su obra”.
Cultura antes que economía
Este sentido de cohesión, de hermanamiento implícito en todo el continente con una cultura común, es la lección final que reside en las páginas de Sin tiempo para el adiós. “Siempre he dicho que en la entrada del Parlamento Europeo de Bruselas tendría que haber un monumento en honor de Zweig y otros escritores que creían en una Europa civilizada y unida. Los mismos que paradójicamente fueron asesinados sin piedad, despojados de sus propiedades y arrojados fuera del que había sido su querido continente”, reflexiona la autora.
"Nunca hay que olvidar que todos los europeos estamos recorridos por un eje invisible, constante, que es nuestra cultura común compartida"
"Educación, lecturas y elevar el nivel cultural de las nuevas generaciones” son las claves que propone Monmany para recuperar ese sentimiento paneuropeo que valora como una necesidad para el futuro. “Lo ideal es la construcción de una comunidad espiritual, de valores humanistas compartidos. Hablar menos de economía y política y fomentar más la unión del espíritu, del progreso en materia cultural y en educación. Esa era la Europa soñada por Zweig, la de una institución “supranacional” y de tarea “civilizatoria” después de todas las barbaries ocurridas”.
Y es que, como recuerda, “muchas cosas nos unen. No hay que olvidar que todos los europeos, de norte a sur, de este a oeste, estamos recorridos por un eje invisible, constante, que es nuestra cultura común compartida: nuestra literatura, nuestra arquitectura, nuestro arte, nuestra música, nuestros museos y monumentos", defiende. "Durante años, de forma abusiva, se ha estado hablando únicamente de las deudas que ahogaban a cada país o de riñas y disputas entre norte y sur o entre este y oeste del continente, en lugar de insistir en los principales valores en los que todos los europeos nos podíamos reconocer: la defensa de las libertades, de la igualdad, de los derechos humanos, de la lucha contra la discriminación y la xenofobia y, por supuesto, de la cultura que nos une y cohesiona”.